Opinión

España sale del Protocolo de déficit excesivo sin solucionar sus problemas

España por fin ha salido del denominado Protocolo de Déficit Excesivo, la lista negra de países que Bruselas monitoriza y tutela muy de cerca para reconducir sus excesivos desequilibrios en materia de finanzas públicas. Recordemos que los miembros de la Eurozona han rubricado el compromiso de mantener su déficit estructural por debajo del 3% del PIB, de modo que ningún Estado se convierta en una onerosa carga financiera para todos los restantes. A la postre, si un Estado acumula sistemáticamente un elevado déficit público, el Banco Central Europeo se verá finalmente en el brete de tener que rescatarlo, trasladando con ello los costes de semejante salvataje al resto de países de la Eurozona.

Así, por primera vez desde 2008, España ha conseguido respetar sus compromisos europeos y reducir el déficit público por debajo del 3%, en concreto, hasta el 2,6% del PIB en 2018. Después de años cargando con un desequilibrio financiero estratosférico (en 2009, año del célebre Plan E, llegamos a superar el 10% del PIB), por fin regresamos a un porcentaje más sostenible. Ahora bien, a pesar de la aparente buena noticia, no deberíamos echar las campanas al vuelo tan tempranamente, puesto que siguen existiendo tres motivos para la inquietud.

Primero, un déficit público equivalente al 2,6% del PIB no es un déficit pequeño. En términos absolutos, seguimos gastando 31.000 millones de euros más de lo que ingresamos. En términos relativos, 6 de cada 100 euros de gasto proceden de nuestro endeudamiento. Segundo, si eliminamos los componentes cíclicos del déficit público —esto es, los ingresos que se encuentran estacionalmente altos o los desembolsos que se muestran estacionalmente bajos debido a la época de expansión económica que estamos experimentando—, comprobaremos que el déficit público estructural todavía se encuentra en el 3,2% del PIB. De hecho, la previsión es que se mantenga estancado en esa cifra durante los próximos años. Y tercero, la deuda pública española terminó 2018 en el 97,1% del PIB, una ratio que se ubica entre las más elevadas de Europa y que nos confiere muy poco margen para seguir acumulando nueva deuda.

Expresado todo ello con otras palabras: sí, en 2018 hemos moderado apreciablemente nuestro ritmo de nuevo endeudamiento, pero continuamos expuestos al riesgo de una desaceleración que empeore el componente cíclico de nuestro desequilibrio presupuestario y que, a su vez, continúe cebando el stock de pasivos estatales. El drama de la economía española no es que hoy se esté endeudando insosteniblemente, sino que se ha sobreendeudado en el pasado, que no nos estamos saneando en el presente y que, por tanto, afrontamos el futuro con una inquietante fragilidad financiera.

Ese es el motivo, por cierto, por el que España abandona el llamado «brazo correctivo» del Protocolo de Déficit Excesivo (aquel que nos obliga a ejecutar ajustes) pero por el que, al mismo tiempo, continúa sometida al denominado «brazo preventivo» (aquel que detecta desequilibrios significativos dentro de un país y promueve la adopción de medidas que eviten su estallido). Así, por ejemplo, Bruselas sigue instando al Gobierno socialista español a que ejecute un ajuste de 15.000 millones de euros durante los próximos dos años. Es decir, debemos acelerar la gestación de un superávit presupuestario para así poder comenzar a amortizar nuestra excesiva deuda pública y, en suma, cubrirnos las espaldas frente a una coyuntura que en algún momento terminará degenerando en forma de crisis.