Opinión

¡Viva la muerte!

Antes, hace años, hablar en las familias de la muerte era casi tabú, como si mencionar la palabra fuera un imán para atraer a la parca. Hoy se trata con toda ligereza el tránsito al otro mundo, quizá porque esté más en lo cotidiano. Lo cierto es que siempre estuvo entremezclado con nuestro día a día pero en otro tiempo se notaba menos, o se comentaba menos, no sé. En estas últimas semanas -además de la violencia doméstica y de padres que matan a hijos e hijos que matan a padres, todos estos dramas con que nos obsequian los telediarios-, se producen dos tragedias que nos hielan el corazón: la de Verónica, de la que estuvimos hablando el pasado domingo, una joven española que se quita la vida por la distribución de un vídeo suyo en plena actividad sexual, y la de Noa, una holandesita que pide la eutanasia o suicidio asistido para acabar con su dolor psicológico, su anorexia, su sufrimiento desde que fue abusada a muy temprana edad y violada años más tarde.

Holanda es un país encantador, civilizado, con ciudades llenas de canales y de gabarras, que en muchos casos constituyen verdaderos hogares para sus propietarios, gente amable y tranquila, con buena gastronomía e inviernos inclementes y nubosos, con unos monarcas sonrientes y atractivos, casi como de cuento. En esta tierra baja, llena de belleza, molinos y tulipanes asumen la muerte como lo que es, lo más natural de la vida. Todo el que nace ha de morir, pero, claro, hay muchas maneras de acometer ese tránsito a un más allá del que no estamos seguros y al que muchos temen. Siempre lo desconocido o lo incierto inspira miedo y la indiferencia mucho más. Una vez oí a un argentino decir de alguien que había muerto «pasó a la indiferencia». Puede ser una buena definición porque describe muy bien el camino a la nada. Los muy creyentes lo tienen fácil, porque confían en un paraíso donde todo es idílico dependiendo de cómo nos hayamos portado en este valle de lágrimas, porque el infierno y el purgatorio también son opciones para la eternidad, si bien ambos los padecemos en vida. ¡Vaya si los padecemos! Sin embargo, y siempre según los católicos, el «cielo» es la felicidad completa; por eso aseguran que el que se muere «pasa a mejor vida» aunque la vida se acaba con la muerte.

«Viva la muerte» fue un grito de Millán Astray en un mano a mano con Unamuno en el Paraninfo de la Universidad de Salamanca, pero también fue el título de una película dirigida por mi muy querido Fernando Arrabal, gran genio de la pluma, basada en su obra «Baal Babilonia» escrita en su más tierna juventud, fruto del sufrimiento producido por la misteriosa desa- parición de su padre, condenado a muerte y después fugado. Si bien la muerte de los progenitores supone una pena y un dolor en los corazones de la descendencia, la desaparición constituye un plus en estos sentimientos por cuanto que entraña incertidumbre y duda. Así, el genio de Arrabal prefería la muerte a una situación inquietante.

Si no tenemos opción de decidir nuestro nacimiento, de nuestra aparición en la vida, tampoco deberíamos tenerla para acabar con ella. Eso está en manos de la Madre Naturaleza -otros dicen en manos de Dios-, y no se debe sustraer esa resolución a la entelequia que tiene el poder de determinarlo. Siempre hay mejores opciones que la muerte, que no es más que una abdicación. Si el hombre se aferrase con toda fuerza a la vida sería eterno. Pero somos débiles, somos humanos...