Opinión

Añoranzas estivales

La calidad, la emoción y el resultado de la final de Roland Garros me llevó en los recuerdos a mis partidos en el Real Club de Tenis de San Sebastián contra mi directo y enconado rival Andoni Bengoechea. La pista 3 del Tenis, con la galería cubierta por la que se accedía a los grandes y vetustos salones del Club, no era como la Philippe Chartrier de París. Para llegar a la final de prestigioso torneo «Olegario Arbide» tuve que dejar en la cuneta a importantes tenistas guipuzcoanos y veraneantes. En la primera ronda, a Santiago Pineda Goizueta, navarro, un ratón en la red. En segunda ronda a mi hermano Álvaro, de gran calidad y escaso tesón. En tercera ronda, a «Cocoliso» Aguirre, de fácil superación en los globos por su breve estatura. En la cuarta ronda, a Manuel Hernández, un frontón, una pared. Terminé agotado. Ya en octavos de final, a Tomás de Zumalacárregui, tataranieto del gran general carlista, de muy mal perder. En cuartos de final, a un Álvarez-Mon, correoso y con regular carácter. Ya en la semifinal a Jaime Pidal, un junco, estilista, tipo Federer. Y en la final, Andoni Bengoechea, conocido como el «Boga Boga», por su gran afición al remo.

La diferencia entre las finales de un «Roland Garros» y un «Olegario Arbide» radicaba en las pelotas. En París, cada nueve juegos se cambian, y en San Sebastián lucíamos nuestro tenis con unas «Dunlop» con menos pelo que Iñaki Anasagasti. Mi raqueta, una «Maxply» de madera, era la misma al principio y al final. Pero aventajábamos a los compañeros de ahora en la elegancia. Servidor acostumbraba a vestir un polo Lacoste blanco y unos pantalones largos confeccionados a la medida de mis piernas por el extraordinario sastre donostiarra, especializado en tenis, Joseba Ipurúa, muy antipático por cierto, vecino de Amara. Y mi contrincante, Bengoechea, que terminó batasuno, era tosco en el atavío y usaba unas prendas blancas, que a fuerza de no lavarlas, parecían naranjas por las adherencias de la tierra batida. Aquella final de 1968 fue apoteósica, y conseguí el preciado trofeo confeccionado en la Joyería Satóstegui, venciendo a Bengoechea por 6-4 y 7-5. Arbitró Elena Vergarajáuregui Satrústegui, que era mi novia, dato que ignoraba Bengoechea, que terminó el encuentro bastante mosqueado porque siempre se equivocaba a mi favor, pero al ser sobrina del presidente del Tenis, Javier de Satrústegui, no se atrevió a solicitar el cambio de la juez de silla, a la que se le escapaban alaridos de «¡Bravo, muy bien, machácalo!», cada vez que mi golpe superaba a mi adversario. Hoy, después de tantos decenios, tengo que reconocer que la parcialidad arbitral en aquella inolvidable final fue bochornosa y que Bengoechea mereció el triunfo.

No obstante, Bengoechea no tenía argumentos para la queja. Al tenis se juega, y más aún si es una final del «Olegario Arbide», con ropa limpia. En el aperitivo que el Tenis ofrecía a los contendientes y socios durante el reparto de trofeos, Bengoechea, que tenía muy malos perderes, se quejó al presidente: –Más de cincuenta pelotas de Ussía las han dado por buenas cuando habían rebasado por un metro la línea–. Pero el presidente Satrústegui no admitió la denuncia. –«Bengocómoustedsellame», puede ser cierto lo que denuncia, pero al tenis hay que jugar bien vestido, y lo suyo da mucho repelús–. En mi despacho destaca el gran trofeo en lugar preferente. Como debe ser.

Lo del domingo de Nadal, que como siempre ganó limpiamente, me hizo sentir algo de envidia. Allí el Rey Juan Carlos y la Infanta Elena. Ni una trampa. Doce triunfos en París. El Himno Nacional. El escenario, abarrotado de público. Ningún favor arbitral. En fin, que puedo entender que Rafael Nadal sea una figura universal del deporte, el mejor deportista español de todos los tiempos, y servidor de ustedes haya sido olvidado por la afición a pesar de su «Olegario Arbide» de 1968.

Admito que es de justicia el diferente tratamiento. Y Thiem, también mucho mejor que Bengoechea.