Opinión
Distensión
Hoy toca distensión, costumbrismo. Millones de españoles están sufriendo el golpe del calor y hay que llevarlos, aunque sea en la imaginación, a los días nublados y campos de verdes rabiosos. Comienza, un año más, el torneo de tenis de Wimbledon, paradigma del buen gusto. Wimbledon, fundado en 1868 como el All England Lawn Tennis and Croquet Club. El Croquet inglés, de puertas más estrechas que el francés, con semiaros redondos y más espacio para meter la bola con el toque del mazo. Ahora se ha establecido un Croquet único, y España es una gran potencia. Asturias y Jerez, principalmente. La gran impulsora en Madrid del Croquet es Graciela Fernández-Nespral, de Somió, casada con Luis de la Peña Riva. Luis le ha dejado un croquet en su casa de «Los Pinos» y construyó para su mujer la primera cancha de Croquet de Sierra Morena, en El Horcajuelo, rodeada de un alto muro para impedir la invasión y el destrozo que causarían los venados, los gamos y los jabalíes de cumplir con su ilusión de llevarse el maravilloso césped a sus bocas. Graciela es el alma del Croquet en Puerta de Hierro, y decenas de clubes han decidido establecer canchas de este deporte centenario en sus espacios.
En San Sebastián, Bilbao y Cantabria se jugaba al Croquet francés. Muchas familias se rompieron por practicar esta modalidad, en la que estaba permitido jugar con el sólo objetivo de fastidiar. Se «crocaba», es decir, se mandaba al quinto carajo mediante un golpe seco a la bola que se hallaba a punto de pasar la última puerta y chocar con el mayé, un pirulo de madera con franjas de todos los colores. Recién terminada la Gran Guerra, practicaba el Croquet un grupo de invitados del Conde de Veillant en el castillo del mismo nombre. Entre ellos, el heroico General De la Brussiére, espanto del Ejército alemán. Hombre impulsivo y gran croquista. Apenas le quedaba a su bola un metro para golpear al piporro y vencer en la contienda, cuando el joven lechuguino Michel de Fribourge, haciendo caso omiso al prestigio del brillante militar, apuntó a la bola del héroe, chocó la suya con la del General, y la crocó, impidiendo su victoria. El General De la Brussiére, encolerizó. Había vencido en mil batallas a los soldados teutones y un joven con expresión de pez le había birlado el triunfo en el Croquet. De tal guisa, que golpeó con un guante al provocador y se fijó las 9 horas de la mañana siguiente para llevar a cabo un duelo con pistolas. Al General lo apadrinó el anfitrión, Conde de Veillant, y al lechuguino, que para colmo no había combatido en la Guerra amparándose en sus pies planos, el jardinero-jefe del castillo, Jean Pierrot. El General marró el disparo, y Michel de Fribourge le metió la bala en la frente. Lo que no pudieron conseguir los soldados alemanes durante la guerra, lo llevó a cabo con toda facilidad y sencillez el chisgarabís de Fribourge, que de un disparo dio matarile al excesivamente acalorado héroe de «La France». El Croquet, como termino de exponer, era un deporte peligroso y muy dado a provocar separaciones matrimoniales y trifulcas de familia. Con las nuevas normas unificadas, se ha convertido en un agradable y difícil juego que gracias a los esfuerzos y la afición de muchos practicantes se ha extendido por España, donde los astures que llevan el apellido Álvarez- Sala nacen con un mazo entre las manos.
En La Montaña de Cantabria se están construyendo, en la actualidad, en casas particulares, clubes privados y asociaciones públicas, más de quince canchas de Croquet, aunque ninguna pueda compararse a la que mi añorado amigo Luis creó entre las dehesas movidas de su Horcajuelo para Graciela. Graciela es una mujer que dice todo lo que se le pasa por la cabeza, y en la única ocasión que jugué en aquella cancha prodigiosa haciendo pareja con Dolores Muguiro, muy habilidosa en todos los deportes y universalmente conocida como «La Ardilla de Guecho», me soltó: «Alfonsín, tú vales para otras cosas, pero Dios no te ha llamado para triunfar en el Croquet». Después de oír sus palabras, con lágrimas a punto de cauce en mis ojos, abandoné en el suelo el mazo o la maza, y me refugié con Luis en el porche, donde nos tomamos –para olvidar la afrenta–, unos cuantos licopodios. Aún así, defiendo el Croquet por su estética, su buen gusto y su indiscutible atractivo. Se juega de blanco, como debe ser, al igual que al tenis en Wimbledon, el único gran torneo, «Grand Slam», que ha vencido a las horteradas que diseñan las marcas de ropa deportiva.
Y aquí estoy, escribiendo con veinte grados de temperatura mientras tres cuartas partes de España se achicharran de calor. No sólo de España, que en Moscú se han superado los cuarenta grados, y ahí quiero ver a los rusos cómo reaccionan. El verano es temporada de distensión. Y a la distensión me abrazo. Me cubro con mi boina de Elósegui , azul oscura y donostiarra, me calzo mis botas de goma, me abrigo como es recomendable, y parto hacia la playa de Oyambre, a pasearla de punta a punta mientras el sol no puede vencer el manto de las nubes.
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