Opinión

A veces la vida

A veces la vida te da la cara y otras te hace un calvete, como gusta de hacer a Bart Simpson y a su padre Homer; a veces la vida brota de un muerto, aunque suene a paradoja, y también a veces la vida nos hace soñar, como en aquella inolvidable y emocionante película «La vida es bella», donde todo era un fingimiento para sobrevivir a la catástrofe. Y ustedes se preguntarán a qué vienen todas estas reflexiones y la respuesta podría ser que no todo en la vida es siempre basura y que a veces las cosas salen derechas, aunque no conviene confiarse.

Los griegos han cambiado la vida de su país, hartos de populismo, de txiprismo y de varufakismo. Hartos de apretarse el cinturón hasta el ahorcamiento fiscal; hartos de las no-pensiones luego de pasar la vida trabajando y cotizando; hartos de ver sólo a los turistas comer marisco y beber buen vino. Estos cuatro años de gobierno de izquierdas ha sido demoledor para el país heleno y ahora la esperanza ilumina los corazones de quienes no podían disponer de unos pocos euros para vivir con una mínima dignidad. Nunca hay que perder de vista el refranero, y al decir «cuando las barbas de tu vecino veas pelar, pon las tuyas a remojar» no estamos haciendo un chiste baldío, sino que es un cuento que hay que aplicarse al pie de la letra en todos los órdenes de la vida. Tomemos, por ejemplo ahora a Alemania, cuyas puertas se abrieron de par en par a los refugiados, con el mismo entusiasmo que Carmena –de triste recordación–, colocó la pancarta en el Palacio de Cibeles de «welcome refugees». La Merkel está dando marcha atrás a su error ante los hechos delictivos que se están produciendo: violaciones, infracciones públicas y todo tipo de atropellos a cargo de quienes entraron en el país forzando la puerta con el arma de la sensiblería y el humanitarismo.

Estamos ante un fenómeno que se extiende sin parar: las manadas. La manada de Pamplona, ya juzgada y sentenciada, compuesta por violadores nacionales. Pero también surgen otras manadas compuestas de inmigrantes cuyas caras no exhiben los medios, no sabemos por qué extraña razón. Tenemos a la manada de Manresa, la manada de Tarragona compuesta por once menores inmigrantes que violaron a una niña en grupo; la manada de Cádiz, compuesta por seis marroquíes que violaron a dos niñas de doce años y todo por ahí. Curioso es también que un alto porcentaje de casos de violencia doméstica sean protagonizados por gentes no españolas. La incidencia de estos actos violentos entre la población de inmigrantes es altamente superior que en la de los nacionales. Ya sé que decir todo esto no es políticamente correcto, pero contamos con la baza de la libertad de expresión y el derecho a ejercerla. La extrema izquierda calla y consiente, y las feministas también. Claro que son una y la misma cosa, como la Santísima Trinidad, o como los nabos, las nabizas y los grelos.

Los inmigrantes y los refugiados como seres humanos tienen unos derechos, sí, pero también unas obligaciones, como avenirse a las normas mínimas de la comunidad y a leyes del país que les da cobijo. Sin ese principio fundamental no se puede pretender una convivencia armónica.

Hace hoy treinta y cinco años que se fue mi referente, quien me enseñó las bondades de la disciplina y del respeto a los demás; del orden y del concierto; del trabajo, de la honestidad y del esfuerzo. Es la paradoja de la vida que brota de un muerto, esos muertos que viven en los corazones de quienes los amamos. Los muertos que no mueren nunca.