Opinión

Hipocresía y langostas

Que unos sindicalistas se forren con el dinero de los trabajadores, previamente robado de los cursos de formación, con langostinos de Sanlúcar, gambas de Huelva y bogavantes del Puerto de Santa María carece de importancia. Que un ministro francés, se deje retratar ante una mesa poblada de langostas cocidas y una botella de Mouton-Rotchild de la cosecha de 2004, todo pagado de su bolsillo, es motivo de escándalo y dimisión. François de Rugy no acierta cuando se gasta 600.000 euros en las obras de acondicionamiento de su sede ministerial. En España, cada vez que hay cambio de Gobierno y dentro del mismo Gobierno cambio de ministro, se derrocha el dinero público en decorar los despachos de los gobernantes de acuerdo a sus gustos, en la mayoría de los casos, gustos atroces. De Rugy se ha comprometido a devolver, en el caso de un gasto oficial, el dinero de sus excesos, pero el motivo de su obligada dimisión fue una cena privada abonada con su propio dinero. El que pueda pagar langostas y botellas de Mouton-Rotchild no roza con la delincuencia. Roza con la excelencia y el buen gusto. Y la excelencia y el buen gusto no son motivos de una dimisión.

La austeridad gastronómica no garantiza la santidad. El primer presidente de nuestro sistema democrático, Adolfo Suárez, cenaba todas las noches una tortilla francesa. Si asistía a una cena oficial en el Palacio Real, hacía juegos de magia con las viandas que se servían, y al llegar de vuelta a La Moncloa, se zampaba su tortilla francesa y aquí paz y después gloria. Lo hacía porque para Suárez, la tortilla francesa de dos huevos era mejor que una cigala con trapío cocida en su punto. Cuando Luis Del Olmo me llamó para que diera el Pregón del Botillo del Bierzo en Bembibre, cené tortilla francesa. Todo menos degustar el producto pregonado, que es una barbaridad. El codillo berciano es especialista en perforar esófagos y estómagos, aumentar los tiglicéridos y alzar hasta cumbres borrascosas las transaminasas. Se sintieron los organizadores algo desairados con mi elección, pero no mentí. Lo dije durante la lectura del Pregón. «Esta noche, mi obligación hipócrita es la de ensalzar el botillo berciano. Me van a permitir que sea sincero. El botillo berciano me repugna». Creyeron que iba de broma y hasta me aplaudieron.

Viajó Sabino Fernández Campo a una nación centroafricana acompañando al Rey. Don Juan Carlos tuvo que hacer grandes esfuerzos para tragarse lo que le ofrecieron. Comía al lado del Presidente de aquella nación y se vio obligado a probar el asado de mano de mono, con sus pelos chamuscados y su carne gris. Pero el conde de Latores que compartía mesa con unos ministros, rehusó el plato con elegante inteligencia. –Pruébelo, que es muy sabroso. Y además es de mono, no como hace años, que eran manos de misioneros–, le animó un ministro. Sabino salió airoso. –Señor ministro, tengo muchos años y diversos achaques. Y antes de viajar, acudo al médico para que me haga una revisión completa. Y me dijo después de analizarme: «Puede usted comer de todo, menos mano de mono». Y tengo que obedecer a mi médico.

Que un ministro francés con aspecto de lechuguino invite con su dinero a unos amigos a comer langosta, nada tiene de particular. Lo tiene si los mariscos que se sirven se facturan con el dinero robado de los ERE, pero no si los euros responden a la propia cuenta corriente. No hay que pedir perdón por comer langosta, ni caviar, ni percebes, ni cigalas. Se piden, se pagan y santas pascuas. Hay que disculparse públicamente si en una cena oficial los invitados se ven inducidos a probar un botillo del Bierzo, un filete de marrajo crudo en lecho de zanahorias o un revuelto de higaditos, sesos, criadillas y demás cochinadas de la casquería. Pero dimitir por invitar a langosta es muy paleto.

Cuando impera el falso buenismo de lo solidario y lo sostenible, que estoy de los solidarios y los sostenibles hasta la cresta, la ridícula bajeza de los criterios presumiblemente moralistas, establecen el fin de una civilización. Hemos cruzado la frontera del buen gusto, y saltado de la langosta al cachopo, por poner un ejemplo de aspereza digestiva. De tal forma, que aun sabiendo que jamás va a saber de mi valiente decisión, me solidarizo plenamente con François de Rugy, al que deseo que se mantenga en sus trece, y cuando pueda o cuando le dé la gana dentro de los límites del dinero privado, se manifieste fiel al marisquerío, intente la compañía de unos perdigones dorados de caviar iraní – en Podemos lo agradecerán–, y riegue los gaznates de sus amistades con Mouton-Rotchild.

Lo contrario es hipocresía de majaderos políticamente correctos, o lo que es igual, políticamente idiotas.