Opinión

La razón de Don Antonio

Don Antonio Garrigues y Díaz Cañabate era tan apasionadamente liberal como cristiano. Fue embajador de España, en tiempos del franquismo, en Washington y la Santa Sede. El Generalísimo no creyó inconveniente que un liberal a ultranza representara a España. Bastaba y sobraba que el embajador fuera inteligente y trabajador, y de una cualidad y la otra, los Garrigues estaban sobrados. Su generación fue espectacular. Don Antonio – que formó parte de la administración de la Segunda República como Director General del Registro y del Notariado-, don Joaquín, el gran jurista y catedrático, autor del Código de Derecho Mercantil en el que aprendió a dominar el español don Miguel Delibes, nada menos. Don Emilio, diplomático y genial, y don Mariano, arquitecto. Don Antonio fue testigo en mi boda –hoy se cumplen 45 años-, del lado de mi mujer, Pilar Hornedo Muguiro, y su hijo Juan –Tanines-, del mío. Nos casó el prodigioso y santo jesuita Ramón Ceñal, con seis hermanos asesinados por los milicianos, traductor de Kant, intérprete de Caramuel, místico y humilde, como recuerda en su libro «Amigos y Maestros» José Antonio Muñoz Rojas. «Humilde se creía avena en los trigos cuando era el trigo más limpio y rico del campo». Gran amigo de don Antonio, que al final, fue ministro de Justicia del primer Gobierno del Rey, y al cumplir 100 años, Don Juan Carlos le concedió el título de Marqués de Garrigues, cuyo documento firmado le llevó a su casa personalmente la Reina Sofía.

Don Antonio –así se referían a él sus hijos y así lo llamaban-, se quedó viudo de la norteamericana Anne Walker muy prematuramente, y con muchos hijos en la mochila. Antonio, Joaquín, Juan y José Miguel, los varones. Ana, Isabel, Elena y Mauri, las hijas. Tres de ellas religiosas de las Irlandesas, si bien Elena y Mauri se secularizaron. Ver a don Antonio paseando por la los paisajes de Comillas con sus tres hijas vistiendo el hábito, era como admirar el cuadro de un cardenal devota y filialmente seguido por una procesión de fe.

Una tarde, en la casa de mis suegros, Javier y Pili, en la que don Antonio y el Padre Ceñal eran paisajes frecuentes y habituales, salió a colación las relaciones con la Santa Sede. Y don Antonio, que se ganó la simpatía del Papa Pablo VI y por ello suavizó las esquinas anímicas que le enfrentaban a Franco, nos dio la breve y profunda lección de sus experiencias diplomáticas. «Negociar con los políticos y altos militares del Pentágono era cosa de parvulitos comparado con las negociaciones con los cardenales». Los cardenales se mueven por los tiempos de Dios, que no son los de los hombres. De ahí que compadezca a Pedro Sánchez y a la vicepresidenta Calvo cuando intentan hacernos ver que la exhumación de los restos mortales del General Franco se ajusta a las promesas precipitadas en los tiempos humanos. Quizá, como muy pronto, cuando transcurran dos siglos, la Santa Sede dictaminará que para exhumar e inhumar de nuevo los huesos del General triunfador en la Guerra Civil, se tendrán que poner de acuerdo las autoridades de lo que sea España en ese futuro, y los tataranientos de los tataranietos de los Franco de hoy. Es decir, que marearán la perdiz como la están mareando actualmente, porque lo urgente para la Iglesia se acostumbra a ultimar con siglos de por medio, pues los años y los días carecen por completo de representatividad e influencia.

Ser cardenal de la Iglesia es muy difícil. La Curia es la reunión de la inteligencia acumulada y heredada desde la implantación del catolicismo. Entre ellos, entre los cardenales, se utiliza un lenguaje tan milimétricamente medido que se escapa a la comprensión de los cristianos de a pie. En esa inteligencia asombrosa están presentes, ante todo Dios, y con carácter más oculto y discreto, el Diablo. El «gol average» hasta la fecha es favorable a Dios, pero de cuando en cuando el Diablo remata de cabeza y marca por toda la escuadra. De ahí que resulte risible la protesta de un Gobierno efímero y con poderes limitados ante la Santa Sede por las palabras del Nuncio saliente de Su Santidad en España. Han respondido a las protestas con respetuosa agilidad y no han dicho nada nuevo. Que para exhumar los restos de Franco, el poder político y la voluntad familiar tienen que ponerse de acuerdo. Es decir, que con párrafos más oscuros la Santa Sede ha coincidido con su postura de principio, explicada con argumentos más claros. Pero la medida estrella del Gobierno de Pedro Sánchez, por ahora, al menos por ahora, durante los próximos cien años, tendrá que esperar. Y en cien años, se hablará del asunto si es que se da alguna novedad al respecto.

«Con la Iglesia hemos dado», dijo Sancho Panza. Y no lo saben bien.