Opinión

Melancólico

Con un grupo de amigos naturales, establecidos y veraneantes de Comillas tengo el alto honor de reunirme todos los viernes para tomar el aperitivo. Desde abogados del Estado e ingenieros a sabios marineros, pescadores y ganaderos. Entre otros destaca el «Caniju», llamado así porque roza los 200 centímetros de estatura. El «Caniju», que no es comillano, perdió su dinero en un empeño ecologista y animalista de mucha proyección que no fue comprendido por el resto de la humanidad. Domesticar merluzas. Cuando perdió el último euro, con envidiable dignidad, se retiró a su casa montañesa y los viernes puntualmente acude a la reunión. Anteayer abrió el diálogo. «Estoy muy preocupadísimo con el futuro de Pablo». Todos coincidimos con su preocupación.

El «Caniju» no es votante de Podemos, aunque lo parezca por su ruinoso empeño en domesticar merluzas. Pero es hombre de corazón ancho y generoso. Le entristece figurarse la melancolía de Pablo, que ha pasado de exigir la vicepresidencia del Gobierno para su media naranjita y cinco carteras ministeriales para unos tipos rarísimos, a dormir en un chalé de lujo con el fracaso como almohada. El «Caniju» sabe y ha experimentado en su propio ser la dureza de la desesperanza. Es hijo de suicidas fallidos. Su padre, alcohólico, se lanzó al paso del tren de vía estrecha que une Santander con Oviedo, en el tramo Puente de San Miguel-Roiz. Perdió una mano pero salvó su vida. Y su madre se colgó de un roble, con poca precisión. La soga era elástica, se dejó caer, dio una voltirineta por el aire, la soga se deshizo del cuello materno y el suicidio se convirtió en un simple porrazo. Le avergüenza contarlo, y sólo lo hace si los que oyen su relato son amigos y no curiosos. Con anterioridad a establecerse como empresario de domesticar merluzas, solicitó autorización para instalar una tienda con objetos y artilugios para los suicidas, pero no obtuvo la pertinente autorización. Se trataba de un homenaje a sus padres, y quedó desolado por la falta de humanidad de las autoridades competentes.

De ahí que su gran corazón padezca con el sufrimiento ajeno. Y se siente muy tentado a viajar a Galapagar y visitar a Pablo. Cuando le hemos advertido que para lograrlo tiene que llamarlo previamente, pasar un control de cuatro guardias civiles puestos e impuestos por Marlaska, y saludar a la «Salus» de los niños, la tentación se ha resignado. Pero no para de repetirlo. –El pobre lo tiene que estar pasando muy mal. Y ella también. Y sobre todo, Echenique, que ha sido el encargado de negociar–. A Echenique no le guarda simpatía alguna, y no es cosa de preguntarle la causa. Pero quien se levanta con una vicepresidenta compartiendo lecho, y cinco individuos de confianza asidos a una cartera ministerial, y se acuesta con una vicepresidenta fallida y cinco individuos cabreados, está en su derecho a permitir que las lágrimas amargas de los inconvenientes fluyan como arroyuelos por las arrugas de su enérgico rostro. Y más aún, si no paran de llamarle por teléfono los suyos para advertirle que es la última majadería que le pasan por alto.

Porque Pablo, el simpático Pablo, el Pablo divertido y ocurrente, el Pablo guasón que soñaba antaño con azotar la espalda desnuda de Mariló Montero hasta percibir las primeras gotitas de su sangre, ha pedido demasiado a quien no tiene ningún interés de perder el poder que no le dan sus escaños. Es curioso lo de Pedro. Pedro perdió una primera investidura por culpa de Pablo. Ha perdido la segunda por culpa del mismo Pablo. Y está dispuesto a jugarse la tercera por amor a su mujer, Begoña, que ya le ha dicho que de abandonar el Palacio de La Moncloa, los helicópteros, los aviones, los viajes, el trabajo de África y la protección de un centenar de agentes de las Fuerzas de Seguridad del Estado, nada de nada. Que ella vive divinamente y que no tiene intención de contratar mudanza alguna. Pero al «Caniju», Pedro le cae como una patada en los dídimos, porque defiende una teoría de sencilla disidencia, pero no del todo errada. Que un vanidoso hortera que ha conocido el poder, no lo abandona voluntariamente por nada del mundo. Y más si ella le susurra cada noche: –Peter, si nos vamos de La Moncloa serás un fracasado–.

Ahora Pedro tiene que convencer al Rey que lo del viernes fue una broma, que en septiembre tendrá pactada su mayoría necesaria para formar Gobierno, y que el Rey se lo crea, que no es del todo seguro. Y volverá a pasar. Que Pablo –que para mí es bastante lerdo, escrito sea sin el menor asomo de mala intención–, le siga exigiendo lo mismo para darle su apoyo, y pierda su tercera investidura. Las izquierdas en España se odian, y no perdonan los tropezones pasados. Y si hay elecciones, Pablo se dará de bruces con su definitivo fracaso.

Y eso le tiene muy preocupado al «Caniju».