Opinión

Desahogo

Mencionar o apuntar muy quedamente en una tertulia de televisión controlada por una ultrafeminazi o simplemente por una tontita mona a favor de la corriente la nacionalidad de un delincuente inmigrante se ha convertido en una heroicidad. Maltratar, vejar o pegar a una mujer son graves delitos. Violar o matar a una mujer alcanza límites de perversidad imposibles de superar, como violar o matar a un niño. A la vejación a la mujer hay que añadir el asco, el desdén y la ignominia que conlleva la cobardía. Pero no entiendo la prudencia y hasta la prohibición de señalar la nacionalidad de los delincuentes cuando son árabes o practicantes de la religión musulmana. Si el violador o violadores, si el asesino o asesinos son de Albacete, de Cuenca o de Talavera de la Reina, la nacionalidad no se oculta. Si son magrebíes, iraquíes o argelinos, la nacionalidad se omite, y el que se atreva a denunciarla, es un fascista, un machista y un desalmado.

Hasta aquí hemos llegado.

Todos sabemos el origen y la nacionalidad de los violadores en manada cuando estos canallas son españoles. En el caso de que sean marroquíes, nos informan de la violación, la tortura y la tragedia de una mujer «violada por un grupo de jóvenes». En la cultura judeo-cristiana, en las sociedades y naciones inspiradas en el humanismo cristiano, la humillación, el maltrato y la violencia contra la mujer, además de un grave delito, es un acto repulsivo. En las sociedades donde se interpreta el Korán a su manera, la mujer carece de derechos, y el hombre tiene sobre ella un poder omnímodo. No comete delito el hombre que se dice dueño de una mujer cuando la maltrata, la apalea, la lapida y la mata. Es un derecho. Y un derecho deleznable que toleran las feminazis y los supuestos grupos sociales de las izquierdas llamadas moderadas o radicales.

Y antes de rendirnos, hasta aquí hemos llegado.

Su Santidad el Papa, que habla en ocasiones con desmedida precipitación, ha afirmado que la seguridad nacional está supeditada a la recepción y acogida de inmigrantes. Es bonito y populista lo que ha dicho, pero simultáneamente, se advierte entre las claridades de su bondad y misericordia la bruma de la demagogia, y también de la comodidad. Seis guardias civiles han sido heridos por una avalancha de inmigrantes –en este caso, invasores–, que han superado las vallas de Melilla. Me preocupan mucho más, y creo que cuento con la solidaridad de millones de españoles, los defensores del orden heridos y golpeados, que los invasores o inmigrantes agresivos contra quienes – lo saben muy bien–, jamás harán uso de la fuerza o las armas. Me reconfortaría, como cristiano católico apostólico y romano contemplar la escena de mil inmigrantes ocupando la Basílica de San Pedro o la Capilla Sixtina. Y al cabo del tiempo, la agresión de una manada de musulmanes contra una trabajadora de la Santa Sede o una monjita joven que ha entregado su vida, su alma y su cuerpo al servicio de Dios. Para una nación moderna, por antigua que sea como lo es España, la seguridad nacional está por encima de todo. En Alemania están sufriendo la violencia que proviene de una permisividad, como en Francia y el Reino Unido, con muchos inmigrantes que no merecen la bienvenida al mundo occidental. Otros muchos no sólo la merecen sino que han adoptado las costumbres de las naciones que han asegurado sus futuros, y en las que son respetadas sus culturas y creencias. Se me antoja patética la hipocresía de quienes consideran que la mujer es víctima en unas ocasiones y en otras un simple objeto a disfrutar, maltratar, violar o asesinar. En España, aunque muchos lo pongan en duda, el hombre y la mujer tienen los mismos derechos. El hombre y la mujer viven con su rostro descubierto. El hombre y la mujer –sobre todo el primero–, ha sabido reaccionar ante la injusticia de una diferencia de derechos y obligaciones que la mujer ha padecido durante siglos. El que viola y asesina a una mujer es un violador y un asesino, sea español, belga, danés o árabe. El problema está en que los primeros saben que cometen un delito miserable y asqueroso, y los últimos lo hacen avalados por los derechos que le garantiza su llamada cultura.

Y hasta aquí hemos llegado si queremos que nuestros hijos y nuestros nietos vivan en una Europa libre y acogedora, que no está regañada la rigidez y el control con la posterior hospitalidad a quienes la merecen.

Tengo más de setenta años. El año pasado me operaron y extirparon un tumor canceroso. No mantengo la perspectiva vital que dos años atrás. Y he perdido el miedo a decir y proclamar mi verdad contra lo políticamente correcto. Al que le molesten mis opiniones que ponga una mercería de burkas. Bueno, ya me he desahogado.