Opinión

Canallada

Picasso se acostaba con sus modelos. Y es Picasso. Herbert Von Karajan fue un depredador sexual. Y es Von Karajan. Resulta indemostrable que Plácido Domingo, gloria artística de España, haya abusado de estas nueve mujeres desmemoriadas que de golpe, al unísono, han recuperado las imágenes del pasado y le han acusado de aprovecharse de ellas. Nueve mediocres seducidas por el genio. No me lo creo.

Con cuarenta años de retraso, y coincidiendo con las esfuerzos triunfales de Plácido Domingo de arrancar a sus nietos de las garras de una secta religiosa –Cruise–, muy arraigada en los Estados Unidos, nueve mujeres, ocho de ellas con el burka de la cobardía anónima, han acusado a Plácido Domingo de acosador. Se me antoja una burla. Pero ya le han suspendido una actuación en Filadelfia y penden de un hilo sus compromisos en Salzburgo. Les voy a contar algo de Plácido.

Madrileño, hijo de castellano y donostiarra, uno y otra artistas líricos. A los 8 años, junto a sus padres, se instala en México, pero jamás perdería su condición de español prodigioso. Tenor y barítono, considerado uno de los cinco mejores de la Historia. En España, sólo se situó a su altura Alfredo Kraus, el gran canario nacido a la sombra del Roque Nublo. Quizá Julián Gayarre, el roncalés, del que apenas quedan documentos sonoros de su maestría.

Un año le concedió el Jurado del Premio Formentor su anual galardón. El Jurado estaba compuesto por José María Stampa, Antonio Mingote, Miguel Buadas, Camilo José Cela, José María de Areilza, y el que escribe. El premio consistía en un pino de plata y una carretilla con 500.000 pesetas en monedas de 5 y 25 pesetas. Plácido aceptó y voló en un avión a su costa desde Salzburgo a Mallorca. La edición de su premio fue la mejor, y cantó durante la cena, asombrando a los turistas alemanes –la mayoría–, que se alojaban en el hotel. Se le entregó la carretilla, y donó su contenido a un colegio de huérfanos de Pollensa. Se alargó la noche, porque el aeropuerto de Salzburgo, cerrado a vuelos nocturnos, abría sus pistas a las 8 de la mañana. Y hasta las cuatro estuvimos haciendo tiempo. Después de Salzburgo, cantaba en homenaje a su madre en San Sebastián, y me hizo canturrear el «Aurtxoa Seaskan», una maravillosa canción de cuna. No la conocía. Apuntó las notas y días más tarde se la dedicó a su madre. A las cuatro de la mañana, después de dejar un recuerdo de simpatía, categoría humana y artística y auténtico señorío, voló de Mallorca a Salzburgo, a costa de su bolsillo y nos dejó en la memoria una noche imborrable. Le costó recibir el premio un congo, dejó el dinero a los niños de Pollensa y se marchó a triunfar una vez más sin concederse la menor importancia.

El movimiento «Me Too», tan histérico como poderoso, se ha puesto en marcha contra Plácido con su farsa envenenada. Lo que sucedió hace cuarenta años entre un hombre y una mujer –siempre que fuera verosímil o simplemente cierto–, pertenece a una época donde las costumbres distaban mucho de las que imperan en la actualidad. Plácido Domingo, además de un genio y una gloria cultural y artística de España, universalmente reconocido y admirado, es un señor educado, amable y generoso, y así lo han definido todos los que han tenido el honor de actuar junto a él. La única de las mujeres acusadoras que se ha atrevido a dar la cara es la «mezzo» Patricia Wulf, muy conocida en su casa. Del resto de las pobres acosadas nada se sabe. Pero Plácido Domingo ha sido condenado. A partir de hoy, el mejor intérprete de Ópera, el gran recuperador de nuestra Zarzuela, el asombro y pasmo de todos los públicos del mundo, el amigo contrincante del genial Pavarotti y el bastón en el que se apoyó el catalán Carreras, es sólo un acosador de mujeres necesitadas de un papelito para figurar en los carteles y programas. Plácido Domingo no necesitaba de ese placer efímero para seguir siendo el grande y el único. Y de ser cierto, salvando las distancias de los tiempos y las costumbres, –al paso que vamos, cuarenta años equivalen a un siglo–, su falta es olvido, aire, nada. Picasso obligaba a sus modelos a pasar por su cama, y es Picasso. No hay denuncia sino evidencias y propio reconocimiento. Y siempre será Picasso. No existe museo o galería en el mundo que retire una exposición del genial malagueño por acostarse con sus modelos. Como no hay empresa discográfica que retire las grabaciones de los conciertos de Herbert Von Karajan, el fabuloso director que jamás dejó de usar la batuta.

De ser falso, una canallada. De ser cierto, un ayer diluído en la memoria de otra época. Pero nada ni nadie puede terminar con Plácido Domingo. Y menos aún, una traicionera y extemporánea denuncia proveniente de la envidia y la mediocridad.