Opinión

El rostro de la política

Cuando en enero de 1968 Alexander Dubek anunció su programa reformista con el nombre de «socialismo de rostro humano» estaba recurriendo a una de las más antiguas metáforas para aludir a la cosa pública y a sus representantes. El gobernante es, obviamente, el rostro del estado y, quizá siguiendo un símil teatral, su cara o persona (griego y latín: «prosopon»- «persona») sean más que la del unívoco individuo y encarnen a la comunidad. Es antigua la insistencia en averiguar el valor e intenciones del gobernante según sus rasgos físicos merced a la fisiognomía, disciplina, que desde la antigüedad se ha movido en un ámbito pseudocientífico. La fisiognomía nace en Occidente con un curioso tratado griego atribuido falsamente a Aristóteles y titulado precisamente «Fisiognómica» (s.III a.C.). Justo en estos días se publica su versión castellana, a cargo de Jorge Cano Cuenca, como número 1 de la colección «El hilo de lana» (editorial Mármara), una serie de pequeñas joyas poco conocidas de la cultura clásica. En busca del mejor líder, es curioso ver cómo caracterizan al valiente «el pelo áspero y las extremidades fuertes» mientras que el moderado muestra «movimientos calmados..., habla reposada y una voz con mucha respiración». Es constante la asimilación de los rasgos humanos a los animales, en un juego que va de la analogía física (ciervo=veloz) a la moral (ciervo= cobarde), con réplicas simbólicas de la sociedad y la política, en las que el rostro del león es rey, el de lobo soldado, cordero súbdito, y zorro o cuervo aduladores. Se siguen aquí, como recuerda la estupenda introducción del libro, viejos esquemas filosóficos con larga sombra en la literatura utópica hasta llegar a Orwell, en la idea de que «el animal surge como un otro no civilizado».

Oscilando entre los extremos de la sabiduría popular, entre «la cara como espejo del alma» y «las apariencias embusteras», la fisiognomía ha tenido una interesante relación con la política desde antiguo. El semblante del cabeza del Estado y de los principales magistrados debía mostrar las virtudes políticas propias de la ciudad, o acaso los rasgos que en cada sociedad denotaban el buen gobierno. Hay ejemplos en otras culturas, como en la dinastía Zhou china, con preferencia de los lóbulos largos para el gobernante o, en la antigua Persia, la nariz curva al estilo de Ciro el Grande. Pero son nuestros clásicos los que aportan tratamientos más interesantes a partir de la creencia, tan difundida en la antigüedad –y el verdadero Aristóteles lo confirma (An. Pr. 2.27)–, de que a partir de las señales del rostro se podía inferir algo del carácter del alma. Habrá obras importantes sobre ello ya en época romana, como las de Polemón (s. II), conservada en una traducción árabe, o Adamantio (s. IV), que influyen en los tratadistas de política.

Suetonio, por ejemplo, muestra gran interés en la descripción de los rasgos físicos de los césares, de los que se pueden sacar hondas lecciones en una suerte de «código moral secreto» que puede aludir a los tratados fisiognómicos, como se habla de los «ojos azules y débiles, cuello demasiado grueso, vientre prominente y piernas delgadas» de Nerón (51). Otro tanto se detecta en retratos plutarquianos de líderes como César o Alejandro y en las semblanzas tardías de emperadores, notablemente en las «Res Gestae» de Amiano Marcelino o en la «Historia Augusta», se pueden sondear exploraciones fisiognómico-políticas. La descripción de Juliano «Apóstata» en Amiano muestra una figura leonina («cabellera suave y barba tupida... ojos fogosos», 25.4.22) y bien proporcionada que lo perfila como su ideal de buen gobernante. Algún cronista tardío menciona, por el contrario, la mirada vaga y con orzuelos del emperador Valente, muerto en la batalla de Adrianópolis (378), lo que en la tradición fisiognómica era señal de mal agüero para asuntos públicos o privados.

Históricamente, desde luego, hubo autoconciencia y propaganda en torno a las peculiaridades faciales de los gobernantes: la mirada y el cabello de Alejandro, la frente de César, Washington, o Napoleón, el rostro anguloso de Lincoln... Entre el XVIII y el XIX esta pseudociencia tuvo un reflorecimiento con los «Physiognomische Fragmente» de Lavater (1775), que tomaban a Thomas Browne (1605–1682) y a la «Humana Physiognomia» de Della Porta (1593) como autoridades. Incluso Montaigne se interesa por ella en sus ensayos desde el punto de vista moral. Pese a su descrédito posterior, últimamente algunas investigaciones polémicas, como las de M. Kosinski en Stanford o A. Todorov en Princeton han reavivado la juntura entre fisiognomía y política, indagando en cómo el rostro puede indicar la orientación política o cuál es la estética sociopolíticamente más exitosa. Sus resultados muestran importante sesgos de género y edad que, con las tendencias modernas a la efebocracia y a la ginecocracia pueden –y deben– ir cambiando. Mas aun hoy interesa preguntarnos qué dicen los «rostros» de la política sobre nuestras ideas preconcebidas.