Opinión

Salzburgo

Quince minutos de ovación al término de la interpretación artística. Salzburgo en pie, con las manos quemadas de los aplausos vitoreando a Plácido Domingo. «Esto no es Hollywood», manifestó el presidente de la Asociación de Amigos de la Ópera de la prodigiosa ciudad austríaca. Infantil y contundente razón. Confundir a Hollywood con Salzburgo es igual que establecer comparaciones entre Pablo Iglesias y Churchill. Plácido Domingo, emocionado, reivindicado, después de haberse sentido pisoteado y afligido por las calumnias de la mediocridad y el resentimiento. Más aún, después de haber leído abochornado que hace cuarenta años intentó seducir a Karmele Merchante, que forma parte de ese grupo de mujeres que mejoran con el paso de los años. La Karmele de hoy es mucho más atractiva que la de cuarenta años atrás, y ese detalle dice mucho. La denuncia extemporánea de las nueve buganvillas vulgares, silenciada por el prestigio y el arte del mejor tenor del mundo. No se puede ser algo en la Ópera sin cantar en Salzburgo, pero se puede ser todo sin hacerlo en Los Ángeles de California. La mandanga del MeToo.

El genial, inimitable, honesto y rebosado de señorío artista español se sintió unánimemente amparado por el sabio y entendido público de Salzburgo. Las loquitas del MeToo y los sectarios de la Cienciología habrán pasado una mala noche. En España, la bellísima Karmele Merchante ha dormido poco. Recuerdo, cuando niño –bastante desarrollado, por cierto–, se rodó en Madrid a las órdenes del productor Samuel Bronston, la película «55 Días en Pekín». No participó Penélope Cruz, a pesar de que todas las estrellas de la producción alquilaron durante el rodaje casas en La Moraleja, municipio de Alcobendas. Lo cierto es que no formó parte del reparto –ahora los cursis del cine español denominan al reparto «Elenco Actoral»–, porque no había nacido, pero de tener 18 años a poco podía aspirar al lado de Ava Gardner. Una tarde, mis padres ofrecieron un vino a los huéspedes efímeros de La Moraleja, y acudieron Charlton Heston, David Niven y Ava Gardner. Y puedo asegurar, y lo hago consciente de la gravedad que entraña mi confesión, que Ava Gardner se acercó a mí, y me invitó a merendar al día siguiente a su casa, que se llamaba «La Brújula» y era propiedad de Antonio el bailarín. Fui, por lo tanto, una Karmele al revés. Claro, que el hecho de que se me acercara Ava a mí, es infinitamente más verosímil que un inoportuno y peligroso acercamiento físico de Plácido Domingo a Karmele Merchante, que repito, era ya monísima, pero menos que ahora. He intentado interponer la correspondiente denuncia pero me han informado en la Embajada de los Estados Unidos que Ava Gardner, mi acosadora, falleció en Inglaterra el 25 de enero de 1990, a los 67 años de edad. Por ello, renuncio al chantaje económico y me quedo con dos palmos de narices.

La Ópera, como bien apuntó un sabio catedrático de Derecho Penal español, de ascendencia helvética, nacimiento vallisoletano y cátedra en Granada, José María Stampa Braun, es una cosa en la que el tenor se quiere acostar con la soprano, y cuando todo está hecho, aparecen por el lado izquierdo del escenario el barítono o el bajo, y fastidia el plan. Pero todo responde a la ficción y a la interpretación del libreto. También se dice que la Ópera sólo finaliza cuando muere la gorda, y que es la única manifestación artística donde al protagonista lo apuñalan por la espalda, y no sólo no cae mortalmente herido, sino que se incorpora y sigue cantando.

En Formentor hablamos con Plácido de la excesiva duración de las obras operísticas, con Wagner a la cabeza, y el genial artista nos informó que a él, como a casi todos, lo que les gusta de las grandes óperas es lo mismo que emociona al público. Que hay mucha morralla en sus partituras, porque además de argumento, armonía y melodía, una Ópera tenía que durar, entre actos y descansos, toda una tarde por obligación social.

En esas estamos. Plácido se ha ganado de nuevo el corazón y la admiración de Salzburgo, y las resentiditas han perdido la batalla. La pueden prolongar porque cuentan con la financiación de los grupos feministas radicales y los sectarios cienciólogos de Tom Cruise, ese gran soplapollas. Pero nada será igual después de la derrota de la calumnia en Salzburgo. Todos los grandes escenarios del mundo aguardan su voz y su magisterio. Es posible que no vuelva a cantar en Los Ángeles, pero esa minucia negativa carece de importancia. Como si a servidor de ustedes le prohíben los «Castellers» de Villanueva y Geltrú formar parte de su «colla». Lo llevaría con resignación cristiana y superaría la decepción en lo que tarde en saltar un segundo en pos del anterior. Y no me vería obligado a ver como los niños que suben hasta su máxima altura se abren la cabeza con los castañazos que se dan.

En fin, que Plácido ha triunfado y la justicia se ha impuesto sobre la mentira y el resentimiento.