Opinión

Horteras altaneros

He visto –los del Cine dicen «he visionado»–, repetidamente y con creciente gozo la demostración hortera de altanería y chulesca arrogancia del matrimonio Sánchez cuando acudió a visitar al Rey Juan Carlos a la clínica Quirón. Tuvo mala suerte. Pocos minutos antes que ellos llegó el Rey Felipe VI acompañado de la Reina. El Rey conducía y la Reina ocupaba el asiento del copiloto. Nadie les abrió las puertas del coche. El Rey se dirigió sonriente a los periodistas y reporteros gráficos allí presentes y la Reina aguardó junto al coche. Saludaron a la directora del hospital y el Rey –imperdonable ataque al feminismo–, cedió el paso a la Reina y la directora y se perdieron por el vestíbulo de la Quirón en busca de los ascensores.

Sin escoltas ni servicio de seguridad. Todo sencillo, cordial y discreto.

Se acercó el coche de Sánchez a la clínica. Cuatro escoltas aguardaban la llegada de los inseguros horteras. Dos guardaespaldas más surgieron para abrir las puertas de los desdeñosos ocupantes. Ella no miró a la mujer policía que le abrió la puerta. No le dio ni las gracias, que es un reflejo natural que nada cuesta desde la buena educación. El presuntuoso tampoco agradeció el gesto. Sin mirar a los periodistas, se dirigieron a la puerta, donde aguardaba su llegada la misma directora que recibió a los Reyes. Un fotógrafo de La Moncloa les seguía a pocos metros, y con el fotógrafo, se acumularon en la comitiva ocho miembros más del servicio de seguridad del acobardado presidente en funciones y de su simpática y trabajadora esposa. El presidente no cedió el paso a su mujer y la directora, y sus fuerzas policiales tomaron el vestíbulo.

Nada sencillo, cordial ni discreto. Una demostración de envarada y fachosa prepotencia.

Guardo recuerdos comparables. Don Juan De Borbón había sido intervenido de un desprendimiento de retina en la Clínica Barraquer de Barcelona. Le anunciaron la visita de su nuera, la Reina Sofía. El Ayudante de Don Juan, el recientemente fallecido Almirante Pedro Lapique y el que escribe, esperábamos a pie del ascensor, entre dos feísimos perros de porcelana, la llegada de la Reina. Llegó sola, acompañada por el doctor Joaquín Barraquer y el doctor Alfredo Muiños.

Al día siguiente, Pedro Lapique respondió una llamada de la Generalidad de Cataluña, del gabinete de presidencia. «El Muy Honorable desea visitar al Conde de Barcelona y queremos consultarle si puede recibirlo a las 11 horas». Don Juan accedió y se mostró ilusionado por la visita. A las 10:50 de la mañana, el pasillo de la planta donde se alojaba Don Juan recordaba a una estación de metro. En cada habitación, un Mozo de Escuadra con atuendo civil, impidiendo la entrada o salida de los pacientes y visitantes de cada cuarto. Y a las 11 en punto, surgió de la nada el Muy Honorable Pujol, acompañado de su jefe de gabinete, de un señor con barbas que nadie averiguó su cargo ni cometido y de un miembro de la familia Vilallonga. Lo que quedó en el vestíbulo no lo vimos, pero calculamos que al menos veinte escoltas ocuparon la entrada y los entornos de la clínica. Eran tiempos diferentes, y los Pujol todavía no habían «heredado» los centenares de millones de euros que hoy atesoran en Andorra y en Suiza. Pero la entrevista fue cordial y respetuosa, y Pujol se disculpó por la ausencia de su mujer, la Marta. Cuando se marchó, Don Juan comentó: –«Menos mal que no ha venido con “la Marta”, de la que me han dicho que es un bicho». Y el que aquí escribe apostilló: –«Y además, rima»–.

Pero estoy seguro de que Pujol daba las gracias, cedía el paso a las mujeres, y sabía mantener las formas. Con Don Juan lo demostró. Otras cosas son sus otras cosas. Pero esa chulería de nuevos ricos, esa arrogancia digna de urgente visita al psiquiatra o el psicólogo, esa antipatía y desdén con las personas a su servicio, esa altanería hortera de los Sánchez, se me antojan impresentables. ¿Qué se han creído? ¿Unos pocos meses en La Moncloa han disparado sus egos hasta nubes falconianas? ¿O han sido los muros de Las Marismillas o Los Quintos de Mora los causantes de sus groseras altiveces? A su lado, hasta los secos gruñidos de Aznar adquieren una condición cercana a la simpatía.

Al menos él, el vencedor en la derrota, es el presidente del Gobierno en funciones. Pero lo de ella carece de justificación, siempre que la altanería impostora necesite de justificaciones o disculpas. Ese desdén ineducado hacia los demás, es prueba irrefutable de peligrosidad social. ¡Caray con la parejita!