Opinión
Ella
Ella, Blanca, como él, Paquito, demostraron ante todo el mundo el triunfo de uno de los primeros valores de la socedad libre. La victoria del individualismo frente al aburrimiento manso y vulgar del colectivismo. Lo hicieron antes Francisco Goyoaga en equitación, Manolo Santana en tenis, Bahamontes en ciclismo, Joaquín Blume en gimnasia... De su individualismo genial surgió la edad de oro del deporte español, que hoy comandan las mujeres. La soledad individual en Rusia de Amaya Valdemoro y Elisa Aguilar , jugadoras de baloncesto. Mireya Belmonte, la campeona de natación, quince horas diarias de entrenamientos. De Manolo Santana surgen los grandes tenistas de la España de hoy, con Rafael Nadal, tan grande como persona que como deportista, en la cumbre inalcanzable. Y de Arancha y Conchita, las nuevas tenistas. Se critica con acidez la inconstancia de Garbiñe Muguruza, pero ahí la tienen, vencedora del Roland Garros de París y de Wimbledon. En atletismo, la maravillosa constancia y el coraje de Ruth Beitia, y no me extiendo porque llenaría el espacio de nombres y mi intención es recordar a Blanca y Paquito Fernández-Ochoa. Con la excepción de la granadina Rienda, malograda por una lesión maldita, en el esquí no ha tenido España herederos grandes de Paquito y Blanca. Sobre la nieve, los dos hermanos fueron los pioneros y los últimos intérpretes del individualismo español, que por algo somos fundadores de Europa y de su respeto por la soledad de las personas.
Si supiéramos de las ayudas oficiales que beneficiaron a Blanca y Paquito, nos pasmaríamos con la ridiculez de las cifras. Ellos, madrileños de Carabanchel, familia numerosa y cristiana, grupo unido y ejemplar, se trasladaron a la serrana Cercedilla, que es realmente su lugar de vida y muerte, porque allí encontraron el escenario de su felicidad. También el poeta Luis Rosales, que para fortuna de España, en Cercedilla se superó a sí mismo, alcanzó la frontera de la mística, nos dejó prodigiosos poemas y no se dedicó a esquiar.
Entre las piedras y rocas del Guadarrama, Navacerrada y Somosierra, los hermanos Fernández Ochoa rompieron los moldes de la formación deportiva programada y se pusieron a esquiar durante los meses de la buena nieve. Paco consiguió en Sapporo, Japón, la primera y única medalla de oro olímpica para España. Recuerdo las palabras de Santiago Bernabéu, que admiraba a los Fernández Ochoa por grandes y los quería por madridistas. «Todas esas pistas inmaculadas y extensas que tienen algunos, y sus decenas de miles de fichas federativas, no son nada al lado de dos soledades que aprendieron a esquiar entre las peñas de nuestras sierras». Cuando Blanca, con la medalla de oro casi en sus manos, cayó en la segunda tanda a pocos metros de la meta en Calgary, todos nos caímos. En mi caso particular, después de aquella perversa caída decidí no caerme más en mi actividad como esquiador, que había sido muy limitada. Cuatro años más tarde, en los Juegos Olímpicos de Albertville, la soledad de Blanca y su coraje serrano nos brindaron la medalla de bronce en Slalom, y aquella nos supo mejor aún que la de oro perdida por la mala fortuna. El triunfo de los hermanos Ochoa, dos héroes de la soledad y la constancia.
Después, Blanca y su hermana Lola montaron una tienda orientada al esquí. Pero ni Blanca ni Paco recibieron la gratitud que merecían como héroes de nuestro individualismo. Valientes en la pista y valientes fuera de ella. Cuenta el gran Miguel Ors en LA RAZÓN, que asistiendo en compañía de Blanca a las las regatas de traineras de La Concha, en San Sebastián, la regata macha que se rema la mitad de ella en mar abierto, al paso de la trainera favorita del submundo proetarra, Blanca gritó a los remeros: «¡ Eh, vosotros, a ver cuando dejáis de matar!». En aquellos tiempos y en aquel lugar, esa manifestación era una valiente reacción de la soledad y el individualismo. Su voz justa, contra los silencios de la mayoría. Con aquel grito, Blanca consiguió la Medalla de Oro del Honor, pero nadie se la impuso.
Ahora, los detalles morbosos, la búsqueda de los motivos de su última soledad, son carnaza para los dientes podridos de los tertulianos y vividores del dolor ajeno. Lo ha dicho con toda claridad Juan Carlos Quer, el padre de Diana, que sufrió de las lenguas bífidas lo que no está escrito. A mí me sobran los detalles. Lo único que me importa, y por ello lloro desde mi alma, es que nuestra maravillosa Pepona – tienes cara de Pepona, le dije, y lo aceptó sonriendo de este a oeste-, ya no está con nosotros porque se marchó para siempre desde sus paisajes más queridos. Paco falleció de un cáncer que también hizo metástasis en los ánimos de sus hermanos. No me interesa saber cómo y por qué ha muerto Blanca. Me importa que haya muerto. Y si ha sido en momentos de tristeza e incomprensión, más aún. Su muerte es la del triunfo de la soledad sobre la masa de los vulgares. Adiós, campeona nuestra.
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