Opinión
Los plátanos de Berlín
Estuve 24 horas en Berlín cuando el muro de la canalla comunista se desmoronaba. Un muro levantado para impedir a los berlineses del Este escapar del «paraíso», no para dificultar la entrada de los berlineses libres. El Mamadas lamentó la descomposición del muro. «La caída del muro de Berlín fue una mala noticia para todos». Está claro que Pablo Iglesias no se movió por ahí, porque la alegría de los berlineses era general y contagiosa. De los que llegaban del Este y de los que les esperaban en el Oeste. Muchos testigos redujeron su interés al muro que se agrietaba, se horadaba y se derrumbaba por sectores. A mí, lo que más me impresionó fue la demanda de plátanos de los alemanes que inauguraban su libertad. A las 9 de la mañana, no quedaba un plátano ni en las fruterías ni en los supermercados. En la Alemania comunista no se despachaban plátanos. Me ilusionó comprobar que España – concretamente las islas Canarias-, colaboraba en la alegría desmedida de los berlineses con nuestros plátanos. En muchos establecimientos regalaban los plátanos a los que venían de la prisión comunista, y en otros, los alemanes libres invitaban a plátanos a los que contemplaban emocionados sus enormes racimos dorados. Los más veteranos recordaban el sabor del plátano, y los más jóvenes sólo conocían los plátanos de oídas, de las voces de sus mayores. Desde aquel día, triste marengo de cielo y luminoso de abrazos y alegrías, tengo al plátano como un símbolo de la libertad recuperada.
El comunismo era quinquenal. En la URSS, los «koljoses» y los «komsomoles» establecían períodos de producción de determinados productos. Y las naciones pisoteadas por la bota de la URSS, añadían a sus propias explotaciones, los sobrantes de la producción soviética. La URSS –Rusia-, y las naciones eslavas y asiáticas que conformaban con las bálticas la Unión Soviética, jamás destacaron por su producción bananera. Los pocos plátanos que provenían de Cuba se los zampaban los miembros con carné del PCUS, pero nunca llegaron a los mercados callejeros, donde los habitantes del «paraíso», deambulaban con bolsas para comprar el alimento del día. Hoy toca naranjas, hoy toca tomates, hoy toca carne enlatada y hoy toca arenques. El plátano era un sueño, una quimera, una ilusión no poseída. Y los alemanes liberados se atiborraron con plátanos durante las primeras semanas de su libertad, hasta que el tiempo normalizó el consumo platanero. Treinta años han pasado desde que el muro de la ignominia fue derribado por el deseo unánime de la libertad y los plátanos se convirtieron en los protagonistas del logro alcanzado. Y me pregunto: ¿Qué tenía el comunismo contra los plátanos? No me esfuerzo en responderme.
En esa persecución al plátano, se puede iniciar un ensayo acerca de la crueldad del sistema comunista, que intentó y consiguió con gastos y presupuestos insuperables mantener unas fuerzas militares desmesuradas y un lugar de privilegio en la carrera espacial, mientras su pueblo se moría de hambre y desilusión. En los Estados Unidos los gastos militares y espaciales respondían a una poderosa realidad económica que en la URSS y países satélites no existía. En los Estados Unidos se fabricaban satélites y se vendían plátanos en los mercados y restaurantes. En la URSS, los satélites volaban y los plátanos no existían. No quiero decir que la libertad de un pueblo y la prisión de otro dependan de los plátanos. Se trata de un ejemplo absurdo que corresponde a una memoria, a un recuerdo personal.
Se oían golpes de martillo constantes. Se turnaban los jóvenes que agrietaban el muro. Los «vopos», policías de la Alemania comunista, fumaban y conversaban sin interrumpir el esfuerzo de la libertad. Por ahí sobrevolaba la escena el espíritu de Kennedy, «yo soy berlinés». Y entretanto, los plátanos desaparecían y llenaban las bolsas de los afligidos. Sucedió hace treinta años, estuve ahí, y sólo recuerdo la alegría de los nuevos libres, la generosidad de los berlineses del Oeste y el éxito de los plátanos.
Algo es algo.
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