Opinión

Chile, escenario de incertidumbre

Chile, la “Suiza

latinoamericana”, lleva seis semanas patas arriba. Desde el pasado

18 de octubre el país atraviesa su peor crisis desde el regreso a la

democracia en 1990. Los disturbios han costado la vida a más de 25

personas. Y lo peor de todo es que la tensión y el vandalismo no han

terminado, lo que abre un escenario de incertidumbre muy preocupante.

La explicación más

común para las manifestaciones y los saqueos apunta a la profunda

desigualdad social. Muchos chilenos consideran que una minoría se

está quedado con todo y el resto debe vivir con las migajas sin

poder disfrutar de los dulces frutos del crecimiento económico. El

70% de la población no gana más de 600 dólares al mes y con ese

salario llegar a final de mes supone un ejercicio de equilibrismo

pues el coste de la vida es muy alto. También ha irritado a la

población que las pensiones sean muy bajas dentro de un sistema

eminentemente privado. El 50% de ellas no llega a los 175.000 pesos

mensuales (180 euros) y no dan para medicinas ni remedios sanitarios.

Durante la dictadura militar, se crearon las Administradoras de

Fondos de Pensiones (AFP), privadas y obligatorias, que prometieron

jubilaciones millonarias. Pero en realidad, con sueldos bajos, era

imposible tener pensiones altas.

Además de esta

justificación económica, ahora ha surgido una motivación

sociológica. Ciertos expertos dictaminan que el desencadenante de la

violencia en Chile ha sido que los jóvenes se sienten oprimidos por

los adultos y han terminado por explotar. La gota que derramó el

agua fue la subida del precio del metro.

“Vivimos en una sociedad adultocrática”, explica el profesor de Sociología en la Universidad de Chile, Claudio Duarte. La adultocracia, añade el académico, es un sistema de dominio que funciona de igual forma que el patriarcado, el racismo, el capitalismo o la segregación territorial. En este sistema la adultez es lo que vale, lo que sirve, lo que controla, lo que impone, y se vuelve algo natural. Se controla de arriba abajo y eso se reproduce por completo en la familia, la escuela, las instituciones, la política. Duarte cree preciso mantener “un diálogo intergeneracional democrático y respetuoso” y considera las palabras de los jóvenes como algo valioso en el tiempo presente. “Seguir diciendo que los jóvenes son el futuro de Chile es sacarles de la historia”, argumenta Duarte. Los jóvenes acumulan rabia porque no se les tiene en cuenta.

Sea uno u otro el motivo,

o ambos, Chile debe encarar con celeridad el problema sistémico que

se ha desatado. Se ha perdido demasiado tiempo. El presidente de la

nación, Sebastián Piñera, decretó el estado de emergencia durante

10 días, desde el 18 de octubre al 28 de octubre. Ese paso, recogido

en el artículo 42 en la Constitución, se adoptó ante la grave

alteración del orden público y supuso la limitación del derecho de

reunión y tránsito, primero en la capital, Santiago, y luego en

otras regiones y ciudades del país, como Valparaíso, Concepción,

La Serena, Coquimbo, Iquique y Puerto Montt. Esa decisión necesaria

pero impopular facultó el despliegue de 9.500 soldados del Ejército

equipados con fusiles de asalto y vehículos blindados. El militar al

mando de la Jefatura de Defensa Nacional, el general de división

Javier Iturriaga, se hizo cargo de la administración del estado de

emergencia y ordenó el toque de queda desde las siete de la tarde,

una medida extraordinaria que no se imponía en Chile desde los

tiempos de Pinochet. La imagen de las tanquetas de la Fuerzas Armadas

apostadas delante del Palacio de La Moneda recordó a muchos locales

los negros años de Pinochet.

El conservador Piñera se

ha visto desbordado por los acontecimientos. El 15 de noviembre, tras

varias sesiones, su Gobierno y los principales partidos opositores

firmaron un documento — el Acuerdo por la Paz Social y la Nueva

Constitución— para convocar en abril de 2020 un referéndum que

preguntará a los ciudadanos si quieren reformar o no la Constitución

y cómo desean hacerlo: a través de una “convención mixta

constitucional”, compuesta al 50% por parlamentarios en ejercicio y

por ciudadanos electos para esa ocasión; o través de una

“convención constitucional”, para la que todos sus integrantes

serán electos para este efecto. La elección de ambas instancias se

celebrará en octubre de 2020 coincidiendo con los comicios

municipales y regionales. El órgano constituyente tendrá nueve

meses, prorrogables solo una vez por tres meses, para redactar la

nueva ley de leyes que será ratificada mediante un segundo

referéndum popular mediante sufragio universal obligatorio. En otras

palabras, estamos hablando de que el proceso se extenderá hasta

2021.

El

pacto político, sin embargo, no ha acallado las protestas, agravadas

por las graves violaciones de derechos humanos cometidas por los

Carabineros, es decir, los agentes policiales uniformados,

violaciones reconocidas no sólo por Amnistía Internacional sino

incluso por el propio Piñera. La Justicia chilena está investigando

las circunstancias muerte de cinco manifestantes, de los más de 25

fallecimientos que ya ha dejado la crisis.

Ante este complejo

panorama, cinco partidos opositores de centro-izquierda hicieron una

declaración pública conjunta, donde repudiaron los ataques

incendiarios a hospitales, ambulaciones, iglesias, medios de

comunicación y comercios, pidieron la reforma del marco jurídico de

las fuerzas del orden, criticaron el comportamiento de los

Carabineros, duros con los manifestantes pacíficos y blandos con los

delincuentes que saquean e incendian y apostaron por “el avance del

proceso constituyente y un pacto social acompañado de justicia

tributaria”. Ya se está hablando de aumentar la deuda pública

para financiar la agenda social. Chile tiene la cuarta deuda más

baja de América Latina y una de las 10 más bajas del mundo.

Todo no es más que un

fallo sistémico, porque el Estado chileno dejó de proteger al

ciudadano de clase baja y media-baja; lo abandonó a su suerte,

fomentando así sentimientos de ira, rabia y frustración acumuladas

durante años. Ni los socialdemócratas Ricardo Lagos (2000-2006) ni

Michelle Bachelet en dos ocasiones (2006-2010 y 2014-2018) se

atrevieron a desmontar un modelo social imperfecto y muy

controvertido, pero que funcionó todos estos años gracias a los

buenos datos macroeconómicos que disfrutó Chile, con inflación

controlada y estabilidad presupuestaria.