Opinión

Valencia y Plácido

La ciudad de Valencia, capital de un viejo Reino de las Españas, culta y derrochadora –¿qué son las Fallas sino la generosidad del esfuerzo y el trabajo de un año entregado al fuego de la gran fiesta?–, ha recibido con los brazos abiertos al más grande de los cantantes españoles de Ópera de todos los tiempos, con el permiso de Julián Gayarre, Miguel Fleta y Alfredo Kraus. Carreras es de otra división, sin poner en duda su categoría artística. Comparándolo con la fiesta de los toros, Plácido Domingo es el Curro Romero sevillano que obliga a Jerez a crear el mito de Rafael de Paula, un brillante imitador, pero nada más. Cuatro actuaciones en su Palacio de las Artes, cuatro llenazos, cuatro éxitos y cuatro reivindicaciones de su larguísima trayectoria y demostrado señorío. A Plácido Domingo han intentado fulminarlo unas amargadas que se han inventado acosos y toqueteos con 30 años de retraso. Y esas mentiras se desmoronan, aunque el desmoronado acostumbre ser la víctima de las calumnias. Pero este Plácido Domingo tiene las espaldas muy anchas, y después de negar una y otra vez las acusaciones de las mediocres Patricia Wulf y Ángela Turner-Wilson por hechos indemostrables acaecidos en el pasado siglo, sabe que en los espacios cultos de la vieja Europa todavía se respeta la presunción de inocencia. En Valencia, de nuevo y una vez más, Plácido Domingo ha recuperado su sitio.

Plácido se ha atrevido con todo. Con la Ópera, la Zarzuela –de la que ha sido impulsor y defensor a conciencia–, con el folclore, con la dirección de orquesta, y con todo aquello que se encuentre en la frontera o el núcleo de la música. En los Estados Unidos, el terror al movimiento «MeToo» le ha condenado, a pesar de sus más de 50 años de presencia ininterrumpida en el Met y su fundamental ilusión para situar a la Ópera de Los Ángeles en los primeros puestos de los escenarios con prestigio. Su triunfo con «Nabucco» en Valencia ha desquiciado, aún más, a sus acusadoras, que se han sentido decepcionadas. Una dice que intentó besarla a pesar de su negativa, y otra que sintió la caricia de una mano del genio recorriendo uno de sus pechos. Plácido lo ha negado, y decenas de «divas» salieron en su defensa recordando, no sólo la grandeza de Plácido como artista, sino su simpatía, bondad y magnífica educación. Tengo pruebas personales de ello.

En los Estados Unidos, y en los últimos tiempos, Kennedy fue un conquistador de mujeres desde la altura del poder. Y también Luthero King. Y no digamos Clinton. Y ahí está Woody Allen, que sigue con sus películas. Actores de renombre han sido acusados por actrices de reparto, y algunos de ellos no se han recuperado. Me extraña que tengan que transcurrir decenios para que la mediocridad denuncie a la excelencia. «La presunción de inocencia prevalece en Europa sobre la condena inmediata», ha recordado nuestro genial Plácido.

Mienten, se vengan de sus limitaciones, y condenan. Años atrás, con el portentoso director fallecido, una violinista de la Filarmónica de Berlin se reconoció acosada por Herbert Von Karajan. Algo falla en esta sociedad que ha perdido su libertad en beneficio de la calumnia, la injuria, la mentira o la simple venganza. «Temed más a los mediocres que a los malos», dijo en cierta ocasión alguien que no recuerdo, pero por respeto a mi norma, se lo atribuyo a Churchill. Un malvado jamás desciende a la mediocridad, pero un mediocre alimentado de odio y de frustraciones, puede alcanzar las cercanías de la perversidad. Se contenta con la venganza. Aborrece al triunfador. Abomina del éxito de los elegidos.

Salzburgo, Hamburgo, Valencia, Madrid, Milán, Viena, San Petersburgo… se mantienen leales al genio. Pero insisto en Valencia, ciudad valiente y culta, que mide con inteligencia lo que es oro y lo que es barro o ceniza. Hace unos años, y en estas misma página, escribí que , de recuperar su tradición la Corona de conceder títulos nobiliarios a los españoles excepcionales, tres se situaban a la cabeza de los posibles. Y para facilitar las cosas, les atribuí los lugares de sus condados. Rafael Nadal, conde de Manacor; Amancio Ortega, conde de Artejo y Plácido Domingo, conde de Igueldo, el lugar de su madre, la gran cantante donostiarra, Pepita Embil, a la que dedicó en su homenaje la canción de cuna «Aurtxoa Seaskan», una maravillosa composición del maestro Olaizola. Una noche en Formentor, previa al homenaje, se la descubrí y en San Sebastián, días más tarde, se la cantó a su madre. Es decir, que tengo pensado imprimir unas tarjetas de visita con mi nombre y mi cargo figurado. «Asesor de Plácido Domingo».

No estamos sobrados de españoles grandiosos para que unos chismes con 30 años de retraso y mucha envidia en su origen, manchen a quien está limpio de toda culpa. Culpitas tenemos todos. Bravo por Valencia y su abrazo a Plácido Domingo