Opinión
Para evitar la cárcel
En pocos meses habrá desaparecido el Poder Judicial como columna independiente de nuestra democracia. La Abogacía del Estado es ya un instrumento sometido a La Moncloa. La Fiscalía está a un paso de la rendición, y muchos jueces son más simpatizantes de Podemos que de la Justicia. He superado los setenta años de vida, y en principio, nada me apetece terminar mis días en una prisión de las de verdad, nada comparable a la de Lledoners. Por ello, y ruego a los lectores que me disculpen, me dispongo a elogiar la figura de nuestro timonel invicto Pedro Sánchez, con el fin de que el jurado popular que me juzgue tenga a bien reducir mi condena por mi exaltado panegírico sanchista. Doy comienzo.
El eximio Doctor don Pedro Sánchez Pérez-Castejón, nació en Madrid, distrito de Tetuán de las Victorias, el 29 de febrero de 1972. Se licenció en Ciencias Económicas y Empresariales en el Real Centro Universitario María Cristina de El Escorial, y uno de sus profesores no dudó en considerarlo «el más brillante de todos sus alumnos». No satisfecho con ello, el mismo profesor remachó: «Si a la clase asiste y se sienta en el aula don Pedro Sánchez, tengo la sensación, sólo disfrutando de su mirada, que es él, y no yo, el profesor. Es un chico embriagador, simpático, centrado, y enamorado de una de las mujeres más sencillas que he tenido el gusto de tratar y conocer».
Don Pedro formó parte de la plantilla de baloncesto del Estudiantes, y en el Ramiro de Maeztu, llamado así para conmemorar la figura de aquel gran intelectual fusilado personalmente por Franco, destacó por su fuerza física, su habilidad en el salto y su pericia en los encestes. En el Maeztu se le conocía como «Pedro Jordan», porque su estilo y eficacia recordaban al, por aquel entonces, gran jugador de la NBA Michael Jordan. Uno de sus entrenadores, Pepu Hernández, no dudó en calificarlo de esta guisa: «No sólo es un maravilloso jugador. Es mi líder. Cuando termina el entrenamiento, me siento junto a él en el vestuario y cultiva y engrandece mi amor por la humanidad, la naturaleza y la sencillez».
Don Pedro que así era conocido entre sus compañeros y tratado como tal, casó con doña Begoña Gómez, una dama de acrisoladas virtudes. Doña Begoña pulió aún más el arrollador carácter de don Pedro, y le enseñó a moverse en el mundo político con la verdad como único argumento. Asimismo infundió en su ánimo la ejemplaridad y la modestia. «El día, Pedro mío –a ella se le permitía ese exceso de confianza–, que alcances el timón de la nave española, ten muy presente que debes dar ejemplo de ahorro y buena administración del dinero público». Y así fue, como de todos y por todos es sabido y elogiado.
Don Pedro tuvo una idea genial. Convertir España en nueve naciones sin contar con España. Para ello, con la humildad que le caracteriza, solicitó los consejos de un benefactor de la humanidad y futuro Premio Nobel de la Paz, Georges Soros, que le dio las pautas y le ofreció su modesta ayuda económica para conseguir sus objetivos. Y formó un Gobierno apoyado por los mayores enemigos de España, con el único fin de hacerlos más españoles. Se equivocan los que, invidentes de la realidad, tildan a don Pedro de traidor. Nada de eso, todo lo contrario. Su labor consiste en atraerlos hacia el patriotismo español y conseguir que los de Podemos, Bildu, ERC, JpC y PNV entiendan, desde sus diferentes naciones, lo que significa España. Por ahora no lo ha logrado, pero don Pedro cuando se empeña en algo, lo alcanza.
Yo, que tantas veces me he equivocado, asumo mi error y manifiesto mi entusiasta adhesión a su persona. Creo en su buena voluntad, y sobre todo, en su extraordinaria brillantez intelectual. Opino que ha nacido para servir, no para ser servido. Y creo que en la futura España aniquilada y balcanizada este escrito va a servir para que la Justicia me trate, al menos, con la misma generosidad que al asesino del jubilado que le provocó con unos tirantes con los colores de la Bandera de la antigua España. Así podré morir rodeado de los míos. ¿Han tomado nota?
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