Opinión

La sonrisa curativa

Sonreír y reír, cura, sana y alivia en épocas de tribulación. Leo con preocupación que la Abogacía del Estado, camino de cumplir los 140 años de existencia desde la independencia de los poderes políticos, se apresura a cambiar su nombre y pasará a denominarse «Abogacía de Pedro Sánchez», que le da un tono más cercano y discreto. Más vale tarde que nunca, según mi necio entender. He intentado ponerme en contacto con la Abogada General, doña Consuelo Castro, con el único fin de felicitarle la Navidad y encomiar su esfuerzo para entregar a Sánchez lo que durante siglo y medio ha pertenecido al Estado, pero no he conseguido hablar con ella. –Está reunida-, me han dicho. -¿Reunida, bastante reunida o muy reunida?-, he insistido. – Lo suficientemente reunida como para no poder atender su llamada-, y así me ha despachado el amable telefonista.

No me ha gustado el tono. Para mí, que se trataba de un infiltrado de La Moncloa en la centralita de la ya agonizante Abogacía del Estado. Mi compañera de colegio –que no de curso y clase-, Lola Delgado, no da puntada sin hilo. Y ha comenzado su colonización de la Abogacía del Estado desde el sector menos responsable, el de la telefonía fija. De ahí pasará a los funcionarios, a los asesores y finalmente , mañana o pasado mañana, a los abogados del Estado, que están todos muy ilusionados con sus nuevos y futuros cometidos y responsabilidades. Por mi parte, renuncio a reintentar la llamada y toparme de nuevo con la voz chillona del telefonista impuesto por mi Lola.

Me he sentido violentado y perplejo. En vista de ello, me he abrazado a un libro que creía perdido para refugiarme en la sonrisa. Un libro de dibujos de Tono, del que no saben nada ninguno de los que están negociando y pactando el futuro Gobierno del ambicioso y prepotente mochales. Antonio de Lara, Tono, autodidacta, escritor, dibujante, autor teatral e inventor de aparatos. Le construyó con una máquina de afeitar un ventilador a Antonio Mingote, y durante los ensayos del funcionamiento del mecanismo, el ventilador se desintegró. Sus dibujos en «La Codorniz» que partían de unos trazos simples y efectivos, trataban de las cosas de la vida. Así, una señora de muy buen ver que se dirige a un guardia: -Señor guardia, esos dos hombres me vienen siguiendo toda la mañana. ¿Sería usted tan amable de detener al más bajito?-.

La atractiva señora sentada en un banco del parque del Buen Retiro, del que Antonio Mingote fue Alcalde Honorario gracias al sentido del humor de un gran hombre de la Izquierda, el profesor Tierno Galván. La señora no ha reparado en la advertencia del banco: «Cuidado. Banco recién pintado. No sentarse». Y un hombre caballeroso y caritativo se acerca a la señora y le dice: -Señora, está usted sentada en un banco recién pintado-; y ella, al uso de la época le responde: -Eso se lo dirá usted a todas-. El diálogo a tres en la calle. Un señor, la hija de ese señor y un amigo del señor. El señor presume ante su amigo de su hija: -Aquí donde la ves, estuvo a punto de casarse con un duque-; y ¿por qué no se casó?- -porque no quiso el duque-. El humor es eso, el sentido común llevado al máximo escalón de la naturalidad. Agoniza –como la Abogacía del Estado-un enfermo. El sabio doctor procede a auscultarlo. Al final, le revela a su llorosa mujer el diagnóstico. – Se muere con toda seguridad porque no tiene nada en el pecho, que es de lo único que yo entiendo-. El suicida es tan bajito que no puede superar la barandilla de la azotea. Pero en la azotea hay otro señor, muy alto, disfrutando de la vista que la altura ofrece. Y el bajito le ruega al alto: -Señor, ¿sería tan amable de suicidarme?-. Cuando Tono estaba en las últimas, ingresado en un hospital, fue Antonio Mingote a visitarlo y despedirse de su gran amigo. Tono sufría y se ahogaba al esforzarse en hablar. Pero su sentido del humor permanecía invencible. Y al final, después del abrazo, sus últimas palabras. –Gracias, Antoñito, pero como habrás comprobado, esto de morirse es una lata-. Algo parecido me sucedió con mi amigo Juan Antonio Vallejo-Nágera. En la tarde de su última noche. Me pidió que le leyera lo que había escrito para llorar su muerte. Juan Antonio murió en su cama, en su piso de la calle Santiago Bernabéu. Y llegó la despedida. –Gracias por todo, Alfonso. Dame un beso-. Miré, y elegí para darle el beso los nudillos de su mano izquierda, libre de cables, cánulas y demás torturas. –Te has despedido de mí como si yo fuera el Obispo Setién-.

Bueno, no está mal del todo sonreír para no llorar. Me dicen que ya está dispuesto y bien grabado el cartel. “Abogacía Contra el Estado”. Una fórmula más adecuada y menos personalista que la anteriormente propuesta.