Opinión

Cómo mueren las democracias

Recientemente ha caído en mis manos un libro que, en mi opinión, puede ayudar a entender la situación política actual, marcada por populismos y extremismos que en el presente constituyen las más peligrosas amenazas que sufren las vigentes democracias. En «Cómo mueren las democracias» los profesores de la Universidad de Harvard Steven Levitsky y Daniel Ziblatt analizan las causas por las que algunas democracias se deslizaron hacia regímenes autoritarios incompatibles con el Estado de Derecho.

Hoy día se constata que las democracias no mueren por golpes de estado de derecha o de izquierda, o por procesos revolucionarios más o menos violentos. En los últimos tiempos las democracias desaparecen por procesos degenerativos, producidos por gobiernos populistas o extremistas que, si bien alcanzan el poder por medios democráticos, una vez instalados en el gobierno llevan a cabo un proceso corruptor desde una sociedad democrática hacia un sistema autoritario, donde los derechos individuales y las libertades públicas son, simplemente, inexistentes.

Eso sucedió en la Alemania de Hitler y en la Italia de Mussolini, pero también en la Argentina de Perón. Más recientemente, Filipinas de Marcos, Venezuela de Chávez y Maduro, Bolivia de Morales, Ecuador de Correa, Nicaragua de Daniel Ortega, Turquía de Erdogan, Perú de Fujimori, Rusia de Putin o, incluso, Hungría de Viktor Orban son solo algunos ejemplos.

En efecto, el «autócrata electo» –tal y como lo definen los profesores de Harvard– una vez instalado en el poder, empieza a tomar decisiones que si bien algunas son formalmente legales, sin embargo, tienen unos fines claramente antidemocráticos.

La primera medida que suele adoptar el «autócrata electo» consiste en tomar del control de lo que los profesores Steven Levitsky y Daniel Ziblatt llaman el «arbitro», que son todas aquellas instituciones inicialmente independientes o autónomas del gobierno, como son los Tribunales, la Fiscalía, y en general aquellos organismos de control de naturaleza económica o jurídica, y muy especialmente, el Tribunal Constitucional. La forma de proceder es invadiendo dichas instituciones con personas afines, que garanticen la inmunidad del «autócrata electo». Si para ello hay que modificar la ley que regula dichos organismos, se hace y se justifica como «necesidad democrática».

Simultáneamente se decreta el asalto y control de los medios de comunicación social, públicos y también privados, de manera que la oposición quede postergada y silenciada, consiguiendo con ello que los medios de comunicación, debidamente controlados por el «autócrata electo», sean el único altavoz de su política y sus «progresos sociales».

Las subvenciones públicas dirigidas hacia los medios afines y la persecución de los desafectos, garantizan la publicidad de la política oficial. A los políticos y empresarios contrarios al oficialismo se les intenta acallar mediante falsas denuncias e inspecciones tributarias –la inspección tributaria– como arma política alcanza su máxima eficacia- que garantizan la ruina, el exilio o la cárcel del disidente, todo ello con la aquiescencia o connivencia del «árbitro». En todo caso, los no afectados directamente por la nueva política, toman nota, y el efecto inmediato es la desaparición de toda oposición, el establecimiento de facto del partido único y la volatización de todo indicio de democracia, porque en esta situación, las elecciones futuras están fuertemente contaminadas y condicionadas, sin garantía alguna, de forma que las irregularidades en el recuento son frecuentes e impunes.

Los profesores de Harvard indican que, con frecuencia, el «autócrata electo» suele modificar la Constitución y el sistema electoral, de manera que se garantice el gobierno y el poder indefinidamente. Estas reformas se suelen llevar a cabo bajo el paraguas del «interés general» y en beneficio de la sociedad, y se suelen publicitar como avances democráticos. Sin embargo, la finalidad de estos cambios legislativos y constitucionales no es otra que favorecer al «autócrata electo» y perjudicar o anular al disidente en ausencia total de cualquier garantía democrática propia de un Estado de Derecho.

Para evitar esta degeneración democrática, los profesores de Harvard, Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, aconsejan ante todo identificar al hipotético autócrata, cuyo populismo o extremismo se suele caracterizar por un rechazo a la vigente Constitución y una débil aceptación de las presentes reglas de juego democrático; por una negación de la legitimación de los adversarios políticos; por una tolerancia o fomento de la violencia; y por una predisposición a restringir las libertades civiles de la oposición, incluidos los medios de comunicación. Por ello, hay que evitar a toda costa que el populista o extremista llegue al poder, a fin de impedir el inicio del proceso degenerativo de la democracia, que con tanta precisión y rigor han observado y analizado los profesores de Harvard.

A tal efecto, resulta inevitable que los partidos centrales, aunque de común enfrentados, pacten entre ellos una salida moderada que impida el acceso del autócrata al poder. Esto sucedió en Austria en 2016, cuando los conservadores austríacos dieron su apoyo al candidato del Partido Verde, Alexander Van der Bellen, para impedir que ganase el extremista Norbert Hofer. En Francia, en 2017, el conservador que había perdido las elecciones, François Fillon, solicitó a sus seguidores que votaran por el candidato de centroizquierda Emmanuel Macron, para evitar que ganase Le Pen.

En ambos casos, la prudencia de los partidos centrales impidió el acceso al poder de partidos extremistas. En mi opinión, los partidos centrales tuvieron claro que la posibilidad de perder unas elecciones es un mal menor ante la posibilidad de perder la democracia.