Opinión

Irlandesas

De Guecho a Lejona media escaso trecho. En Lejona se alza el exclusivo Colegio de las Irlandesas. Recuerdo con añoranza mis tiempos colegiales, cuando un grupo de compañeros del Pilar acudíamos a los alrededores del colegio de las Irlandesas, sito en la calle de Velázquez con vuelta a López de Hoyos. Salían sus alumnas con su estético uniforme, algo más inspirado en Escocia que en Irlanda. Las mayores nos miraban como si fuéramos microbios, pero nos sentíamos muy orgullosos de serlo, porque una mirada al microbio es algo, al contrario que la absoluta indiferencia, que es la nada y el vacío.

Don Antonio Garrigues y Díaz-Cañabate tenía tres hijas monjas, profesoras en las Irlandesas. Ana, Elena y Mauri. Dos de ellas, Elena y Mauri, abandonaron la Orden y poco más tarde se casaron con dos tipos formidables. Quedó Ana, la mayor de las tres. Pero se perdió aquel dibujo, aquella acuarela grandiosa de don Antonio paseando por los jardines del colegio seguido de sus tres hijas monjas, con aquel empaque de cardenal que llevaba en los huesos el gran don Antonio, que siendo embajador de España en la Santa Sede, no sólo cumplió con brillantez su difícil misión, sino que al abandonar Roma, la Ciudad Eterna amaneció enlutada de reposteros de despedida colgados de sus ventanas y balcones. Lo escribió la Princesa de Palmerolli-Sforza: «Entró Su Santidad en el Salón de Audiencias, y nos robó la atención del Embajador de España, que era el que, en verdad, nos interesaba».

El Colegio de las Irlandesas de Madrid, era con los del Sagrado Corazón, la Asunción y el Jesús María, el preferido de la nobleza y la alta burguesía. Ignorábamos los alumnos del Pilar, que tanto sus alumnas como nosotros, disfrutábamos de esos colegios no por decisión de nuestros padres, sino por mandato estatal. Nuestros padres recibieron un oficio en el que se leía: «Como ustedes no son los responsables de sus hijos, el Estado ha decidido que estudien, si son varones en el Pilar de la calle Castelló, y si son niñas, o en el Sagrado Corazón o las Irlandesas». Una faena.

Y algo así, tuvo que recibir la ministra Celáa, cuando poco después de aburrirse del nacionalismo beato de su esposo, inmerso en el PNV, saltó al Partido Socialista de Euzkadi, el PSE, donde gozó de la confianza de Buesa, Jáuregui y Pachi López. «Lamentamos comunicarle que al no tener usted la potestad de sus hijas, este Gobierno ha llegado a la conclusión de que estudien el bachillerato en el humilde colegio de pago de las Madres Irlandesas en Lejona». Y la pobre señora Celaá, se vio obligada a comprar los uniformes de las niñas, los libros y los plumiéres, y abonar todos los meses los gastos escolares de las mediopensionistas, porque si bien Guecho no dista en exceso de Lejona, el chófer de su marido se impuso: «Dos viajes al día bastan. Cuatro, no hago». Más tarde se negó también a llevar a las niñas por la mañana, y la pobre señora Celáa no tuvo más remedio que pagar el autobús escolar, también impuesto por el Estado.

Sus hijas no eran de su propiedad ni personas bajo su custodia, pero su escolarización en las Irlandesas le salío por un congo y medio. No obstante, por influencias, le ofrecieron que sus hijas estudiaran en un colegio público, y ella se negó porque no se fiaba de la educación gratuíta, y menos aún de que sus compañeras no fueran socias ni del Marítimo, ni del Golf de la Galea ni de Jolaseta.

De ahí, que pueda entenderse mejor su criticado proyecto educativo, y su afirmación de que los hijos no pertenecen a los padres. Ella sufrió en sus carnes y su ánimo contrito la traumática separación de sus hijas, obligadas, para más inri, a estudiar en un prestigioso colegio católico, con clases de religión, aprendizaje de oraciones y canciones sacras y con la obligación de asistir una vez por semana a la Santa Misa y comportarse en la capilla con devoción y decoro. Y una exigencia más. Tenían que llevar limpio el uniforme, lo cual le supuso un gasto más. Dos uniformes por cada hija, para el quita y pon.

A veces criticamos por criticar.