Opinión
Respuesta democrática
Durante algunas semanas, pudimos contemplar las imágenes de lo sucedido en China, los confinamientos, los desahucios, los controles. Una parte de la población empezó hacer acopio de mascarillas y guantes. Otra, entre las que se encuentran las elites intelectuales y políticas, decidió hacer como si la expansión de la enfermedad en China estuviera ocurriendo en otro planeta. (Caso particular es el del Gobierno de Sánchez, que teniendo toda la información disponible decidió ignorarla.)
Hoy actitudes como esas resultan inconcebibles. El asunto, gracias a Dios, ha quedado cerrado. Sin embargo, lo que reaparecerá cuando pase la enfermedad será, además de las posibles demandas de responsabilidad política y civil, la pregunta acerca de la responsabilidad de las elites en el mundo occidental, en particular en la Unión Europea. Como ya hemos visto los efectos indeseables de una recentralización brusca y mal organizada, sería absurdo pedir a la Unión responsabilidades por algo que cae fuera de sus competencias. No será fácil, en cambio, restaurar la confianza en unas elites tan convencidas de su propia seguridad, tan insolidarias como las de nuestras democracias. Porque esa es la cuestión: cómo las democracias, que deberían llevar a las elites a estar lo más cerca posible de la sociedad y a que los mejores ocupen los puestos de más responsabilidad, han conducido, al menos en Occidente, a este punto de incompetencia, de lejanía y de arrogancia.
No se trata, claro está, de hacer el elogio de regímenes autoritarios como el chino, que dejó crecer la pandemia mediante políticas de ocultación y de represión. Y sin embargo, resulta evidente que nuestros propios sistemas no han sido capaces de mejorar sus resultados. Los dirigentes democráticos viven encerrados en su propio mundo, combinación –letal, como se acaba de ver– de obsesión por la comunicación, fragmentación, ideología y clientelismo. La democracia no sirve para romper esa espesa capa de falsedades. Al contrario, la democracia en Occidente los blinda y les asegura la perpetuación, respaldada por el sufragio: argumento ante el que no cabe otro remedio que callarse.
Pues bien, no se trata de poner en cuestión el mecanismo democrático en sí, sino todo lo que lo rodea y bloquea sus posibilidades. De esta crisis habrá más gente que salga pensando que los fallos son estructurales e inevitables. El consenso democrático, hasta ahora fuera de discusión, empezará a resquebrajarse. La defensa de los regímenes democráticos requerirá redoblar esfuerzos.
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