Opinión

Enrique Múgica Herzog

No me referiré en este obituario de urgencia en recuerdo de Enrique Múgica Herzog a sus años de mayor conocimiento público, de cuando fue ministro de Justicia con Felipe González y luego Defensor del Pueblo durante toda una década.
Mi atención se prestara a tiempos más juveniles, de cuando estudiamos en el mismo curso de la Facultad de Derecho, en el viejo caserón de San Bernardo, y cómo fue fraguándose casi metódicamente lo que después se llamaría «La Rebelión Estudiantil de 1956».
Enrique juvenil era ya persona muy conocida en la Universidad, con todas sus disquisiciones políticas, que expresaba libremente, dirigiéndose por igual a falangistas o tradicionalistas, pasando por republicanos a lo Ortega y Gasset y monárquicos de don Juan de Borbón. Se movía en multitud de círculos de compañeros de curso, y allí nos conocimos en 1952, cuando yo deje de estudiar en la Facultad de Medicina para pasarme a la de Derecho, entrando en una especie de nueva vida universitaria de horizontes mucho más amplios de la que brindaba la entonces desolada Ciudad Universitaria. Recuerdo muy bien cuando, desde el metro de Reina Victoria, bajábamos mi hermano Rafael y yo a la nueva facultad, sorteando las trincheras todavía casi intactas de la Guerra Civil.
Conocí a Enrique en una extensión universitaria, el cineclub que dirigía Rabanal Taylor, en el que veíamos películas que no se proyectaban en los cines normales, como «El acorazado Potemkin» y otras películas de Eisenstein. O «La sal de la tierra», o como una producción francesa que nos caló a todos muy hondamente.
Luego, ya desde esa primera amistad, organizamos juntos los «Encuentros entre la Poesía y la Universidad» convocando a los poetas más importantes de la España de entonces. Para lo cual, visitamos juntos a José Hierro, Dámaso Alonso, Dionisio Ridruejo y Vicente Aleixandre, debiendo recordar la pregunta que le hicimos a nuestro ulterior Premio Nobel de Literatura: Don Vicente, ¿la poesía da para comer? La respuesta fue inmediata: No, queridos amigos, solo da para merendar.
Aquellas sesiones poéticas fueron preparación de un proyecto más ambicioso, sobre todo por la nueva relación con Dionisio Ridruejo, que había dejado el falangismo para entrar en visiones más democráticas del futuro de España.
Luego colaboramos con otros colegas, como López Pacheco, Sáenz de Buruaga y Julio Diamante, en la preparación de un «Congreso de Escritores Jóvenes», que recibió el apoyo casi increíble entonces, del rector de la Universidad de Madrid, Pedro Laín Entralgo.
Ya se rumoreaba por entonces que Enrique Múgica era miembro del PCE, y, todo aquello en que estaba él y sus amigos, era considerado de inspiración, sino de Moscú, al menos de París. Cosa absurda, pues nos bastaba nuestra propia imaginación.
El referido «Congreso de Escritores Jóvenes», en poco tiempo, por las inevitables filtraciones, se convirtió en objeto de definitivo cierre, al percibirse por los criterios oficiales que era un movimiento claramente subversivo. Quedando las propuestas del tan traído y llevado Congreso en una absoluta parálisis.
En ese momento, diciembre de 1956, es cuando surgió «El Trío de la Mezquita»; por el nombre del café en que nos reuniríamos Javier Pradera, Enrique Múgica y yo mismo; y fue allí donde decidimos preparar un manifiesto dirigido a la Universidad española, con objeto de insertar al país en una nueva corriente democrática con elecciones libres y espíritu de reconciliación nacional; con una proclama que se reconfiguró en el «club Tiempo Nuevo». El manifiesto dirigido «desde el corazón de la Universidad española», al propio Gobierno de la Nación, planteaba una serie de reivindicaciones que por parte del recipiendario –Franco mismo– fueron rechazadas de plano, con la detención inmediata de los principales promotores del nuevo movimiento político: Sánchez Mazas, Ferlosio, Dionisio Ridruejo, Ramón Tamames, José María Ruiz Gallardón, Enrique Múgica Herzog, Javier Pradera y Gabriel Elorriaga, todo en grandes de letras de molde en la prensa, en un especie de cisne negro, que le llegó al Régimen, que por primera vez suspendió el Fuero de los Españoles, que prendía garantizar unos derechos políticos inexistentes. A partir de ahí, adquirimos nuestra carta de naturaleza, como «Generación del 56», y en la que Múgica tuvo siempre un papel relevante. Si bien es cierto que evolucionando ya desde los planteamientos propios de PCE, a la esfera del PSOE, en el que ingresó para convertirse en uno de los factores claves de la modernización del Partido Socialista, con la subsiguiente promoción de su líder principal, Felipe González. He recordado, pues, fundamentalmente sobre todo al Enrique Múgica juvenil, con su específica sonrisa, con nuestras comunes querencias del tipo de la visita a Pío Baroja en su casa de Madrid, o también en el almuerzo en la sociedad gastronómica en San Sebastián a la que nos llevó a Jaime de Ojeda y a mí. Después de que la noche anterior, en viaje por el norte, habíamos pernoctado en casa de Enrique, conociendo allí a su hermano Fernando y a su madre, Paulette, que nos acogieron con una gran alegría. Me quedo recordando a Enrique por la mañana del 1 de febrero del 56, cuando, con Carlos Sayas y Gonzalo Sol leímos el manifiesto estudiantil con gran éxito, precursor de lo que fue después un conjunto de encontronazos y represiones políticas, hasta el confinamiento en la cárcel de Carabanchel de los arriba mencionados. Recordaré también al Defensor del Pueblo, con el que nos reunimos frecuentemente hasta el 2009. Cuando fuimos juntos al funeral de Eduardo Navarro, nuestro adversario político en el 56, y luego speeach –maker de Adolfo Suárez, amigos todos, en el fondo de nuestras aspiraciones juveniles, de un cambio a mejor para España.
Ahora el virus se nos ha llevado a Enrique, como a tantos otros amigos. Así terminó su agitada biografía, en la que tuvo tantas experiencias en paralelo a la historia de este bendito país que es España. Descanse en paz.