Opinión

La escuela

Después de darle muchas vueltas, los niños vuelven a la escuela. Los más pequeños son los primeros que dejan la casa e inician, según los agoreros, la aventura de su vida. No será para tanto. Los menores de seis años van sin mascarilla, a cara descubierta. Van de la mano de unos padres emocionados, como si mandaran a los hijos a la guerra. Con temor y temblor empieza el curso, bajo la incertidumbre general. No hay normalidad que valga, ni nueva ni vieja. La peste –qué razón lleva Javier Marías–, además de los pulmones, contamina los telediarios, las radios y los periódicos y, lo que es peor, invade la mente de los más indefensos, que no se atreven casi a salir de casa y tienen el corazón encogido. La vida se ha convertido, por culpa de la pandemia y sus cronistas, en una oscura y amenazante necrológica.

Los políticos discuten y hacen lo que pueden para salir del paso sin perder clientela. Han de combinar elementos tan heterogéneos como la salud, la educación y el trabajo, una ecuación de tercer grado difícil de resolver. Menos mal que a los niños no les afecta demasiado el enfermizo clima general. La mayoría tenía ya ganas de dejar la casa y volver a encontrarse con los amigos, como cuando los días eran azules, hacían dibujos, jugaban en el patio y cantaban en clase. Los niños necesitan volar por su cuenta, libres como los pájaros. Una novedad de este año es que los abuelos no podrán ir a buscarlos por la tarde al colegio, mientras los padres trabajan. Esa será una razón añadida para extender el teletrabajo, fruto maduro del vientre de la pandemia.

Recuerdo la emoción que nos producía en septiembre la llegada del nuevo maestro al pueblo. Este año en mi pueblo y en centenares de pueblos de España no abrirá la escuela. Y eso que estos lugares lejanos y solitarios se han convertido en el sueño de los habitantes de la ciudad que desean huir de la peste. El maestro ni está ni se le espera. En sitios como Sarnago, porque la escuela lleva medio siglo cerrada. En los demás porque en el pueblo no queda tampoco un alma o porque los niños son trasladados muy de mañana en una camioneta, la del reparto del pan –hace tiempo que nadie amasa pan en el pueblo– al moderno centro escolar de la capital o de la cabecera de la comarca. ¿Cómo se puede vivir en un pueblo sin escuela y sin que huela a pan en la calle?