Opinión
Una nueva vida
La dura experiencia de la presente pandemia está haciendo aflorar un cambio en la forma de vida. Asistimos, cada vez con más claridad, a un nuevo modelo social que ya iba abriéndose paso de forma callada antes de la presente pesadilla y que el coronavirus ha puesto de manifiesto y ha acelerado. No parece que vaya a ser algo pasajero. Se junta la incomodidad de vivir en un pequeño piso de la ciudad, con riesgo de confinamiento y con limitaciones hasta para andar por la calle y para disfrutar de la cultura y los espectáculos ciudadanos, con la revolución tecnológica y la creciente imposición del teletrabajo y las facilidades para comprar por internet.
Cada vez más urbanitas sueñan con salir de la almendra urbana y vivir en una casa del pueblo o en un adosado con un pequeño jardín en una urbanización de la periferia. Eso dicen las encuestas y confirman las inmobiliarias. En los pueblos razonablemente habitables está creciendo la demanda y subiendo el precio de las viejas casas que parecían abandonadas para siempre o, en el mejor de los casos, rehabilitadas como segunda vivienda por los antiguos propietarios o sus hijos. Con el acoso del covid, un pequeño jardín o un huerto en el pueblo se han convertido en verdaderos objetos de deseo, en refugio y en consuelo ante tanta adversidad e incertidumbre.
No se trata de un fenómeno estrictamente español. Este deseo de irse lejos de la ciudad sin prisa por volver o con ánimo de no volver o de sólo volver de paso, se observa en toda Europa. Hace unos días le dedicaba meditada atención a este cambio de vida «Le Monde Diplomatique», para el que esto no significará, sin embargo, un regreso al campo. «Las circunstancias –dice– pueden favorecer un nuevo modelo social en el que un grupo de trabajadores de cuello blanco abandonen la ciudad, pero sigan conectados por el coche y los gigantes de internet; en realidad eso no será una vuelta al campo». Lleva razón. Este movimiento social puede aliviar algo en España el vacío de la despoblación, pero la antigua cultura rural –las costumbres milenarias y los ritos de la cosecha: la siembra, la escarda, la siega, la trilla…–no se recuperará. Ha muerto con la mecanización. Con la llegada de los urbanitas, será la cultura urbana, para bien o para mal, la que se apodere de los pueblos.
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