Opinión

Censura

Nadie imaginó hace quince años que el nuevo oro serían los datos. El producto más buscado –y se obtiene gratis– somos los consumidores. Nuestros pormenores vitales. Las redes sociales nos han convertido en mercancía barata, fácilmente prostituible. Antaño nos atraían –cuando comenzó el negocio– con la promesa de mantenernos «conectados», reencontrar al primer amor, a los primos de América, a aquella encantadora maestra de primaria… No queda nada de esa ingenua ilusión. Actualmente, las redes son cotos ideológicos privados, campos de tiro al disidente, minas de datos, espacios para el acoso, el porno y el espionaje, censores severos… Su censura tiene ribetes toscos e hilarantes. Baneos descarados (el algoritmo que controla, «oculta» las cuentas de personas y organizaciones censuradas por el propietario de la red social, o los gobiernos ejercientes). Las redes sociales han descubierto su verdadera faz: en realidad no son lugares abiertos, sino clubes privados donde los dueños solo aceptan a quienes su filtro político considera adecuados, mientras expulsa a los «non gratos». Unas veces, de manera sutil. Troleando el sonido de los vídeos, superponiendo ruidos insoportables. Etc. Otras, de forma descarada. Por ejemplo, cerrando las cuentas de Trump, presidente saliente de EEUU (no sabemos si, de haber ganado las elecciones, lo habrían purgado tan rápidamente). Tienen formas subrepticias de censura, como restar seguidores. Un día, la cuenta se convierte en una cuenta atrás, los seguidores van desapareciendo, y con ellos la «importancia» de dicha cuenta, en un espacio donde la influencia depende del alcance que se tenga. Del número. A más seguidores, más consideración (¡dinero incluso!). Verbigracia, el algoritmo, o su prima de Villaconejos, decidió desde que abrí la primera cuenta que yo tenía un límite de 6.400 seguidores. No hubo manera de superar esa cifra. En redes sociales, yo tenía un «numerus clausus» de «followers». También las redes están contribuyendo a canalizar y avivar el sectarismo y la violencia ideológicas de manera asombrosamente eficaz. Resulta ramplón, pero escalofriante. Retroalimentan y azuzan la terquedad y el salvajismo y, mientras acrecientan la miseria moral de los ciudadanos, convierten en omnipotentes multimillonarios a personajes con el absurdo peinado de Mark Zuckerberg.