Política

Jorge Vilches. Pablo Iglesias, el fracasado

Su presencia solo ha servido para empozoñar la vida española y para vivir como un rico en Galapagar

2021 va a ser el año en que empezó a morir la «nueva política». Primero fue Ciudadanos, cuyo epitafio pudimos escribir la semana pasada. De aquí al 4-M veremos el desmoronamiento de Podemos, ese partido que quiso destruir el «régimen del 78», y que se ha convertido en el soporte de una familia que vive en Galapagar. La «toma del Palacio» se ha quedado en la compra del chalé. Hoy Iglesias es un político fracasado. Lo único que ha conseguido en siete años es vivir como un rico. Ninguno de sus planes políticos se ha consumado. Su presencia solo ha servido para emponzoñar la vida española, aprovechándose de que España es autodestructiva.

Entró en política usando la crisis cíclica del sistema, la sociedad del espectáculo y la desafección general. En poco tiempo la soberbia y la ambición dominaron a Iglesias porque las mujeres, los medios y el poder se rendían a sus piés. Era el hombre de moda, con portadas y libros dedicados a analizar su éxito. Todo pasaba por su influencia, desde la abdicación del Rey Juan Carlos, como dijo el imputado Monedero, hasta el lenguaje de la política. Estaba a todas horas en la tele dando lecciones, vestido de forma calculada con ropa de saldo, como los batasunos, soltando demagogia y odio. Era el momento populista.

Las elecciones de diciembre de 2015 le depararon 69 escaños, y 71 las de 2016, a 16 diputados del PSOE. Además, ya se habían formado los «gobiernos del cambio» en algunos ayuntamientos. El cielo se iba a tomar al asalto. No obstante, el abrazo al comunismo descarado de Alberto Garzón fue una declaración de objetivos y un error estratégico: se acabó la transversalidad y el crecimiento, que estaba a su derecha, no a su izquierda. Aquel pacto se hizo contra la opinión de Errejón.

La lucha se dirimió en Vistalegre II, en febrero de 2017, donde se confirmó el caudillismo de Iglesias, la concentración del poder en su persona, y la legitimidad de las purgas. La rebelión de Bescansa sirvió al líder podemita para mostrar el precio de la traición. Luego vinieron las separaciones con Tania Sánchez -algo más que una ruptura amorosa-, Errejón, Carmena y Teresa Rodríguez. El partido se quedaba sin figuras, e Iglesias las sustituyó por comunistas como Enrique Santiago y Yolanda Díaz. La presentación de una persona sin carisma ni empaque como Isabel Serra a las elecciones autonómicas madrileña de mayo de 2019 fue el síntoma de la decadencia.

La podemización del PSOE en manos de Sánchez hizo el resto. Podemos cayó en 2019. Perdió tres millones de votos respecto a 2016 y se acabó el sueño de superar a los socialistas y de «construir patria» a su capricho desde el Gobierno. Las elecciones lo definieron como muleta, y Sánchez le concedió una vicepresidencia de derechos sociales y Agenda 2030 sin contenido real. Creyó que era un triunfo, pero era un regalo envenenado. Después de destilar tanto odio llamando a cercar el Congreso, exigiendo referéndum en «las naciones del Estado», pidiendo un cerco sanitario al PP, decretando una «alerta antifascista», aplaudiendo escraches y ataques a la Policía, Iglesias, que se sentía el futuro padre de la patria proletaria, era un simple objeto de memes.

Se sintió utilizado por Sánchez como puente efímero con los independentistas; y que sería desechado en cuanto hubiera elecciones generales. Las encuestas lo situaban al borde de la extinción, de quedarse como la IU de Julio Anguita. Fue cuando decidió volver a ser alguien y presentarse en Madrid, una región que odia por liberal y próspera, ansiando que le sirva para mitigar su fracaso. No creo.