Semana Santa

Proceso a Jesús

Desde aquel Viernes Santo los que proclaman la muerte de Dios siguen condenándolo en un proceso injusto, interminable

Conmemoramos la muerte del más Justo de los seres humanos, ajusticiado en una colina a las afueras de Jerusalén hace casi 2000 años. Fue crucificado, según costumbre romana, después de un juicio injusto. El proceso a Jesús se desarrolló en unas pocas horas, con nocturnidad y alevosía, y estuvo plagado de irregularidades. La sentencia estaba dictada de antemano, desde el momento en que Caifás, sumo sacerdote, dictaminó ante el Consejo días antes: «Es mejor que muera un solo hombre por el pueblo a que perezca toda la nación». Fue la culminación de una maquinación político-religiosa para eliminar a alguien que estorbaba a los poderes religiosos establecidos. La muerte del Nazareno no puede atribuirse al pueblo judío, sino a los dirigentes religiosos del judaísmo en aquel tiempo. Poncio Pilato, el gobernador romano, dictó a regañadientes, ni siquiera la firmó, la sentencia de la ejecución, –el Sanedrín tenía prohibido ejecutar por su cuenta a nadie–, y hasta el último momento consideró al acusado, inocente.

Anás, que había sido sumo sacerdote durante siete años y que seguía ejerciendo la autoridad en la sombra, es el principal responsable de la detención y del drama siguiente. Los guardias del templo que detuvieron a Jesús estaban a su servicio, y a él lo condujeron desde Getsemaní a altas horas de la noche, aunque careciera de autoridad jurídica. Oficialmente fue, sin embargo, Caifás, su sucesor, que vivía en el mismo palacio, separado por un patio, el que decidió de madrugada la suerte del reo, que luego formalizaría, al amanecer, el Sanedrín o Supremo Tribunal cumpliendo la norma de que las penas de muerte habían de dictarse de día.

Jesús careció de defensa, fue abofeteado por un criado del Sumo Sacerdote, cosa que estaba rigurosamente prohibida en el Talmud, y luego maltratado por los guardias del templo, que le dieron bofetadas y le escupieron entre burlas y risas. Difícilmente puede encontrarse más abyección que ensañarse con un condenado a muerte indefenso e inocente. En el proceso propiamente tal, el tribunal usó testigos falsos, que se contradecían entre sí y cuyos testimonios tuvieron que ser invalidados. Lo condenaron por blasfemo, por haberse declarado hijo de Dios y Mesías. Por supuesto, nunca blasfemó. Y para vencer la última resistencia de Pilato lo acusaron falsamente de negarse a pagar tributos al César. Desde aquel Viernes Santo los que proclaman la muerte de Dios siguen condenándolo en un proceso injusto, interminable.