Internacional

Un muerto en busca de autor

Jesús Santrich, un capo disidente de las FARC y líder de un clan narco colombiano, fue abatido en una emboscada sin autoría

Jesús Santrich se llamaba en realidad Seuxis Paucias Hernández Solarte, de 53 años. Lo de su alias resultó el homenaje a un amigo fallecido antes de tiempo. Esa ha sido también su historia, la de una vida corta, que es el riesgo que corren los criminales, más aún los que se sienten invulnerables. Es un hecho que no hay intocables en el mundo del hampa, sea en una selva americana o en una gran urbe. En el caso que nos afecta quedó acreditado el pasado 17 de mayo, en un paraje de la Serranía del Perijá, en territorio venezolano fronterizo con Colombia. Esta suerte de émulo iconográfico del joven Arafat a la colombiana, con gafas de cristales oscuros y kufiya, libró su última refriega en una carretera anónima y perdida, de un rincón angosto y abrupto. Su transporte sufrió una emboscada con armas largas y granadas. No tuvo la menor opción, como tampoco la tuvieron sus víctimas en los ataques que organizó como miembro de las FARC. El grupo asaltante se llevó el dedo meñique de la mano izquierda, probablemente como prueba y verificación de que el objetivo había sido eliminado. Fue el punto y final a un personaje de carrera y militancia criminales popular en su país. Sus gafas oscuras –perdió la vista por una dolencia degenerativa–, su bigote, sonrisa y esa V de victoria que era pose habitual le hicieron muy reconocible como dirigente de la narcoguerrilla de las FARC y una de las figuras relevantes de las conversaciones de La Habana sobre desarme y reintegración de los terroristas en la vida política del país. En ese proceso, se erigió en un tipo especialmente repudiado entre las víctimas por su actitud chulesca y arrogante, que no escondió. En una comparecencia televisiva, y a la pregunta de si su organización estaba preparada para pedir perdón por sus crímenes, entonó entre sonrisas el coro de un reconocido bolero ante las cámaras: «Quizás, quizás, quizás». Que cientos, miles de muertos, décadas de padecimientos y miseria, merecieran esa réplica sardónica, retrató ante sus compatriotas y ante el mundo a un individuo especialmente abyecto. Después, Jesús Santrich demostró con hechos que su deseo de paz era ninguno, como tampoco el de trabajar por el bienestar de los colombianos ni el de ganarse el pan con el sudor de su frente. Lejos de aprovechar la generosidad de la sociedad, que le regaló incluso la condición de diputado, fue detenido en abril de 2018 por delitos de narcotráfico, pendiente de la extradición solicitada por Estados Unidos. Fue puesto en libertad el 30 de mayo de 2019 entre la presión de otros antiguos cabecillas de las FARC y el temor del gobierno a que el proceso de pacificación saltara por los aires. En agosto de ese año, anunció desde la clandestinidad su regreso a las armas por supuestos incumplimientos por parte del Estado. En realidad, fue el camino emprendido por varios pequeños grupos de exterroristas para retomar el negocio del narcotráfico amparados en la protección del suelo venezolano. Y en ese instante, en el pulso entre mafias rivales que pugnan por el control de la cocaína, es cuando Santrich calculó mal sus fuerzas por última vez o directamente fue traicionado. El caso es que a día de hoy nadie se ha responsabilizado de su muerte y se manejan varias hipótesis sobre el cerebro y la mano que le preparó el último viaje. Su banda, la «Segunda Marquetalia», culpó a un comando del Ejército colombiano que se infiltró en territorio venezolano; otros apuntaron a uno de los cada día más frecuentes enfrentamientos con guardias bolivarianos, a una disputa entre clanes mafiosos rivales por el control del territorio y las rutas del narcotráfico o una refriega con mineros ilegales. El asunto está envuelto en una nebulosa negra y pastosa. No hay moraleja, solo colofón. Alguien acabó con otro de aquellos presuntos luchadores por la libertad del pueblo que en realidad no eran otra cosa que terroristas desalmados que explotaron la desesperanza de la miseria y la ignorancia por millones de dólares y poder desmedido. ¿Sabremos algún día la identidad de quién corrió con los gastos del entierro? Pues como cantó el finado: «Quizás, quizás, quizás».