Política
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Va a resultar harto difícil convencer al respetable de que las medidas de gracia harán bajar el «suflé» de las ínfulas soberanistas
Tuve oportunidad de conversar en Barcelona hace poco menos de un mes con un muy destacado dirigente independentista, justo cuando confluían en el frenético discurrir de nuestra política doméstica el bloqueo en la negociación entre ERC y JxCat para formar gobierno y la recta final en la campaña madrileña del «4-M». Con la vista puesta en ambos procesos, este dirigente me insistía en la perentoria necesidad de que el acuerdo en Cataluña debería ser recibido por el gobierno central con el claro y ya definitivo gesto del indulto a los condenados por el «procés» sin mayor dilación que la marcada por el fin de la campaña electoral en la comunidad de Madrid. Después de esto –aseveraba el muy acreditado interlocutor del mundo soberanista– ya no habría excusas para más demoras tal vez intuyendo que, pasada la batalla madrileña, siempre habría otra coyuntura que aconsejara dejar de lado los indultos, por ejemplo un eventual adelanto electoral en Andalucía o de manera más inmediata una precipitación de las primarias en el PSOE de esa región, clave como granero nacional de votos y poco proclive dicho sea de paso a devaneos con el soberanismo catalán.
Hoy nos encontramos en un punto en el que, a pesar de informes tan meridianamente claros como el del Tribunal Supremo contrario a estos indultos, el gobierno –que ya habrá echado sus cuentas demoscópicas– tiene decidido el paso de tramitarlos en lo más parecido a un salto en el aire que para nada garantiza el acabar cayendo de pie. Tal vez de ahí la puesta en marcha de un argumentario ya adelantado por el propio presidente que escucharemos hasta la saciedad antes y después de la decisión y que pasa por esa disyuntiva concordia-entendimiento/venganza-revancha.
Todo es posible, pero va a resultar harto difícil a estas alturas convencer al respetable de que las citadas medidas de gracia harán bajar el «suflé» de las ínfulas soberanistas, o que la condena por sedición contra un grupo concreto con nombres y apellidos es una condena poco menos que a todo el pueblo de Cataluña, o más allá, que la necesidad de «nuevos escenarios» de entendimiento ha de corresponderse con una enmienda en toda regla al Código Penal de un estado de derecho y por extensión a una carta magna a la que se invoca sin rubor para dar la vuelta a cualquier argumento. Alguien debe de haber ponderado la amnesia habitual de la ciudadanía española, pero tal vez no haya calculado la onda expansiva de según qué decisiones. Veremos.
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