Agricultura
La trilla
Las eras abandonadas de los pueblos son la muestra patente de un cambio de época irreversible
Aunque sobrevivan los pueblos, sólo algunos lo lograrán, no volverán las antiguas tareas agrícolas y se irán perdiendo inexorablemente los nombres de las cosas hasta caer en el olvido. Términos como trillar o hacinar seguirán usándose en la sociedad urbana sin conocer su procedencia. Acaso valga la pena dejar constancia de sus orígenes y recoger los despojos de una civilización milenaria que está a punto de desaparecer.
Era no hace tanto, con julio avanzado, el tiempo de la trilla. Culminaba así, con la recogida de la cosecha, el año agrícola. El campesino, que vivía indefenso, a la intemperie, pendiente del ciclo de las estaciones, de las nubes y el viento, se lamentaba entre dientes si venía mal año, pero no se exaltaba si pintaba bien. «Pan para hoy y hambre para mañana», solía decir. La fiesta de la trilla constaba de varios ritos, desde tender la parva quitando los vencejos de bálago de los fajos y esparcir las manadas en el suelo empedrado de la era hasta recogerla, amontonarla, aventarla y cerner el grano, separándolo de las granzas.
Los fajos provenían de la hacina, torre de mies que encabezaba la era y cuya altura indicaba la calidad del año. La trilla propiamente tal duraba todo el día, cuando más apretaba el calor y más zumbaban las moscas y los temibles tábanos, con un descanso para comer y llevar las caballerías al bebedero. De rato en rato había que dar vueltas a la parva ordenadamente, primero con horcas de madera y luego con palas, también de madera, cuando avanzaba la molienda. La yunta, formada por caballos, machos o humildes borricos, que de todo había, se pasaba el día arrastrando el trillo, que ocupaba, erguido, el conductor con el ramal en una mano y el látigo en la otra. Montados en el trillo, disfrutábamos los niños cuando la mies cedía y se amansaba la carrera circular. Era nuestro tobogán, la montaña rusa de nuestra niñez. El trillo daba vueltas sin parar hasta que la mies quedaba convertida en paja menuda y el aire se llenaba de una pegajosa nube de tamo. El trillo iba unido con la «bríncula» a los «tarrollos» o gamellas que rodeaban el cuello de los animales.
Aquellos viejos trillos artesanos, con sierras y piedrecillas cortantes, son hoy reliquias aqueradas de tiempos pasados, y las eras abandonadas de los pueblos son la muestra patente de un cambio de época irreversible.
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