Literatura

Dos escritores

Hemos superado el punto de caramelo del asco. Escribir es proscribirse. Entregar una columna equivale a pintarse una diana en el pecho

Alguien dejó el otro día una nota de odio en el buzón de los escritores Antonio Muñoz Molina y Elvira Lindo, a quienes cualquier persona decente debe cuanto han escrito, que es mucho y fabuloso. El autor de la epístola maneja la farmacopea habitual entre los resentidos. Que si privilegiados y que si izquierda caviar y blablablá. Confunde la discrepancia con la guerra. Estima que debemos asumir sus opiniones como verdades teológicas. Pertenece a ese tipo de gente incapaz de ir por la vida sin adscribirse a una tribu. No concibe que sus interlocutores piensen distinto. Tampoco perdona que frente a los comemierdas habituales, guarecidos por el anonimato, nuestros articulistas den la cara y firmen. Para los nuevos moralistas, ciegos de náusea, las desavenencias revelan taras morales. Quien les contradice o está comprado (por el oro de Moscú, por el club Bilderberg, por las farmacéuticas, por George Soros, etc.) o bien es un hijo de la gran puta. Cultivan una idea desdichada de la sociedad. Amplifican las disensiones ideológicas hasta distorsionarlas, transformadas en prueba incontrovertible de que no hay contrato social posible con quienes pasan cantidad de sus elucubraciones o incluso, cielos, piensan por su cuenta. El matonismo resulta habitual en redes. Pero lo de desovar la bilis en el portal de unos intelectuales a los que aborreces apunta a un crecimiento exponencial en los juegos del odio. Bienvenidos a un siglo XXI enfermo de misantropía y aborrecimiento mutuo. Hemos superado el punto de caramelo del asco. Escribir es proscribirse. Entregar una columna equivale a pintarse una diana en el pecho. Tampoco caeré en la coquetería de decir que estamos peor que nunca. Entre otras cosas porque hace varios años que en España no te asesinan por tus ideas. Eso sí, el acoso a los intelectuales retrotrae a los días aciagos, cuando los comisarios políticos pastoreaban la vida pública. No se me ocurre mejor antídoto contra la rabia que brindar desde Nueva York por los autores de libros tan incandescentes como «Noches sin dormir», tan decisivos para mi formación como «Sefarad». No callarán por más que con el dedo, ya tocando la boca o ya la frente, silencio avises o amenaces miedo.