Psicología

Esto es de locos

Los paseantes y los clientes de los bares se miran atónitos y alarmados. Buscan en todas direcciones el origen de esos gritos espantosos, pero no parecen salir de ningún sitio en concreto

El grito rasga como una daga el aire pastoso y aletargado de la tarde mediterránea. Es un alarido de horror, que sólo puede salir de la garganta de un animal herido. A los pocos segundos, vuelve a repetirse. Luego suena un tercero, y otro más, y los gritos se tornan continuos, incesantes, y toman el aire y se hacen con la vida y el sonido de una calle encalada que hasta ese momento sesteaba bajo el calor de agosto. Los paseantes y los clientes de los bares se miran atónitos y alarmados. Buscan en todas direcciones el origen de esos gritos espantosos, pero no parecen salir de ningún sitio en concreto. La calle estrecha se ha llenado de ellos y nadie es capaz de saber de dónde provienen. A medida que pasa el tiempo –se hace interminable– aumenta el desasosiego general. Algunos abandonan la calle, otros siguen mirando en todas direcciones con rostros que transmiten lástima y hasta miedo. Solo una mujer permanece impasible en su silla de enea bajo el umbral de un patio que se adivina fresco. Niega con la cabeza como hacen los resignados. Eladio se acerca a ella, y antes de que le pregunte, le explica que es Antoñito, el hijo de Vicenta, que tiene un no se qué de locura o trastorno y de vez en cuando le dan ataques y vuelve locos a todos. Su madre, añade, ya no sabe qué hacer con él. Su padre, sentencia antes de volver a enmudecer, se fue hace ya tiempo.

Recuerda Eladio que esa misma mañana, en la playa, habían conocido a Asunción y Enrique. Dos personas mayores, jubiladas, que discutían acaloradamente, levantando ella la voz, con gestos él. Desde que se quedó sordo, le había dicho ella, está insoportable: todo le parece mal, todo es un desastre, y de vez en cuando llora como un niño pequeño cuando no es capaz de hacerse entender.

La mente, cuando se desboca o desordena, nos debilita y hace sufrir. No hace falta ser psicólogo para intuirlo o comprobarlo.

Recuerda Eladio que hace unos meses, un estudio del CIS concluía que la Pandemia y sus limitaciones, sobre todo el confinamiento, nos ha hecho más tristes y temerosos; más infelices, en definitiva. Los jóvenes, las mujeres, y las personas con discapacidad, han sido los más afectados por depresiones y ansiedad, que han aumentado en un 33 y un 28 por ciento respectivamente. En esa misma encuesta, se ponía además el acento en que el aumento de la angustia y la inestabilidad se producía con mucha más fuerza entre las clases bajas y los grupos de personas o familias con mayores problemas económicos. En este último caso, aumentaron hasta en un 32 por ciento, frente a poco más del 17 en las clases más altas. También el consumo de psicofármacos, un 9,8 frente a un 3,6.

La locura de la Covid, sus consecuencias en la salud mental de la población son evidentes. Como lo es también que toca más a quienes menos posibilidades tienen. A quienes viven con el miedo, la angustia y la incertidumbre de no saber cuándo y cuánto perderán.

Pone Erasmo de Rotterdam en boca de la Estulticia, en su Elogio de la Locura, la duda de «si en el conjunto de todos los mortales podría encontrarse a alguien que se mantuviese cuerdo a todas horas y no estuviese poseído de alguna especie de locura». Quizá tenga razón: el arte esta lleno de sutiles o admirados elogios de la locura; de esa que nos mantiene vivos «cuando todo alrededor es tan insanamente cuerdo», según Cortázar; o la que «en el amor nos hizo caer» que cantaba Shakespeare.

Pero si el arte puede construir su mundo emocional o su conciencia partiendo de una realidad que desdibuja o reordena a su antojo, el mundo nuestro de la gestión cotidiana de las cosas habla otro idioma por mucho que queramos o nos dejemos influir por el arte y sus propuestas. Un loco no es un ser romántico y feliz. La alteración mental no es un rasgo de carácter ni una realidad envidiable. Requiere primero conocimiento y después atención. Y siempre respeto y empatía. Más aún en estos tiempos en que la pandemia se ha deslizado hacia lo más profundo e insondable de nosotros mismos, minando la estabilidad y la salud mental de todos.

La exigencia de atención pública y consideración privada hacia la salud mental no puede ni debe ser una moda tomada como bandera siguiendo lo hecho o lo dicho por una deportista de élite ni lo criticado como debilidad o alteraciones «femeninas» como ha hecho algún comentarista despistado o maledicente. Estamos ante un problema de salud pública que debe ser abordado como tal por quienes tienen la responsabilidad de gestionarla.

La psicología, la psiquiatría, el abordaje serio de los problemas mentales es tan importante o más que cualquier otra rama de nuestra salud cotidiana. Si desde Aristóteles el compromiso del político es alcanzar la felicidad de sus gobernados, aquí tienen una herramienta tan útil como eficaz. Sólo hay que quitarle la herrumbre que la paraliza y ponerse a trabajar.