Luis María Anson

Canela fina | La Cenicienta de Rossini

Marañón heredó un Teatro Real irrelevante y balbuciente y en pocos años lo ha situado a la cabeza del mundo

El doctor Abarca me preguntó al concluir el primer acto qué me había gustado más. No vacilé al contestar: la escenografía. Herheim y Unger han encuadrado la Cenicienta de Rossini en el ambiente que exige la música del compositor con abstractos de fondo reflejando los sentimientos, si bien sobraba el gigantesco corazón rojo, un tanto pueril y desorbitado.

En un excelente artículo de presentación, Joan Matabosch considera que Rossini se complació en desarrollar un cuento de Perrault leído por Lewis Carroll y cita a Gautier para definir «la música más alegre y encantadora que se puede soñar… A cada instante un rayo de melodía se eleva como un cohete y cae como una lluvia de plata».

Después de tantos y tantos años acudiendo a la ópera en muy varios países, no había asistido yo a «La Cenerentola» que ha inaugurado la temporada del Teatro Real con una Karine Deshayes desigual, un Korchak retraído pero maestro; la seda en la voz de Rocío Pérez, que se afianza como imprescindible soprano, y el nivel sobresaliente de Sempey, de Girolami, de Carol García y de Tagliavini, bajo imbatible.

Frente al esplendor escenográfico, los figurines solo eran pasables, a pesar del buen oficio de Esther Bialas. Eficaz, en fin, la dirección musical de Frizza, la iluminación de Andreas Hofer y el rectorado certero del coro, a cargo de Andrés Máspero. El teatro apareció abarrotado de espectadores enmascarillados, con infinidad de verdaderos aficionados y algunos pedantuelos cursis que se consideran elegantes por ir a la ópera. La orquesta, a pesar del foso, se escuchó cohesionada y demostró la exigente calidad a la que ha llegado el coliseo español.

Gregorio Marañón heredó un Teatro Real irrelevante y balbuciente. En muy pocos años lo ha colocado a la cabeza del mundo. Y así lo han reconocido las altas instancias internacionales. Tuvo el acierto de invitar al Rossini inaugural a la Reina madre Doña Sofía y me produjo especial satisfacción comprobar cómo el público puesto en pie la aplaudió al aparecer en el palco, continuó aplaudiendo durante el Himno nacional y, tras él, mantuvo la ovación acentuada e interminable.

Luis María Anson, de la Real Academia Española