Cambio climático

Nuestros siniestros listos

Nunca faltará una enfermedad a la espera de vacuna o un bar sin botellas de ginebra o ron para que el coro proclame el advenimiento de la edad oscura

Andan los mariachis del apocalipsis encantados de repetir que afrontamos un potencial colapso económico a escala mundial. La cadena de suministros despertó mareada tras el Covid. Hay peligro de desabastecimiento. Complicaría todo la crisis climática. Que existe, claro. Aunque los más radicales, adictos a ver caras de Bélmez donde sólo hay alisios y tormentas, encuentran la sombra del cataclismo en fenómenos atmosféricos puramente coyunturales. Hemos amanecido con la red global gripada por la dificultad de acceso a determinadas materias primas, bien. Las naciones enroscadas como áspides por el auge nacionalista, muy cierto. Las potencias decisivas del eje democrático, Estados Unidos y la EU, golpeadas por la gripe melancólica, con los caballos populacheros al galope, claro. Quizá por eso, más que nunca, debemos recordar que ya vivimos otros estados de alarma global. Hace medio siglo los expertos avisaron de la hecatombe inminente, provocada por la superpoblación, con hambrunas crecientes y guerras por el agua. El fatalismo venía de lejos: Thomas Malthus avisó de que la población crecía en progresión geométrica mientras que la comida lo hacía de forma lineal. Qué decir del agujero de la capa de ozono, que aproximaba nuestro final. Estábamos abocados a perecer en un holocausto, nuclear y caníbal. Hace apenas dos años los filósofos ye-yé salivaban al plantear que el nuevo coronavirus provocaría la caída de la civilización. En 2008 nos hartamos a escuchar jeremiadas sobre el final del capitalismo, el hundimiento de los mercados y el advenimiento de una era con el rostro picado por las cicatrices del miedo. Recuerda Steven Pinker que el cómico Tom Leher sostenía que «Si predices siempre lo peor, serás aclamado como un profeta». Añade el profesor de psicología en Harvard que «Al menos desde los tiempos de los profetas hebreos, que combinaban su crítica social con advertencias de los desastres presentes y futuros, el pesimismo se ha equiparado a la seriedad moral». No sé si los cenizos follan más, pero gozan de más atención y prestigio en unos suplementos culturales rendidos a la superchería. Los réditos para los profetas son inversamente proporcionales a los dicterios que reciben quienes, apoyados en la evidencia fáctica, nos explican que el mundo va infinitamente mejor que hace décadas. Por no decir siglos. Hemos mejorado en todos los indicadores que miden el progreso humano, desde la disminución en el número de guerras a las muertes por enfermedad, las tasas de analfabetismo, el racismo o la violencia. Pero nunca faltará una enfermedad a la espera de vacuna o un bar sin botellas de ginebra o ron para que el coro proclame el advenimiento de la edad oscura. Cuentan que en el principio serán fallas en el suministro y que, cronificadas, acabaremos como los protagonistas de una opereta distópica. Majaderías no exentas de verosimilitud, pero anémicas de verdad. Nadie habla de renunciar a que reconozcamos y afrontemos los problemas políticos, sociales, ecológicos, sanitarios y etc., sino de evitar que el sesgo de negatividad nos convierta en unos pelmas, perpetuamente convencidos de que estamos a medio minuto de inaugurar el final e incapaces de apreciar la alucinante resiliencia del mono desnudo, bastante más sabio de lo que conceden nuestros siniestros listos, siempre atentos a promocionar el acabose para vender sus libros.