Tribunal Constitucional

Y no pasa nada

Un lamento ante decisiones políticas que se creían –y se creen– inconcebibles, pero que se adoptan sin especial consecuencia

Y no pasa nada. Es una queja cargada de perplejidad y consternación que se repite cada vez más. Un lamento ante decisiones políticas que se creían –y se creen– inconcebibles, pero que se adoptan sin especial consecuencia, ante la pasividad general, sin reacción alguna. No descarto que haya un creciente acorchamiento de la conciencia ciudadana, pero también pienso –quiero pensar– que la mayoría es civilizada: no se lanza a la calle y que reacciona o reaccionará por los cauces lícitos, lo que no harían en su lugar esos profesionales de la agitación que son los que cada día nos sorprenden.

Ese no pasar nada tiene su vertiente jurídica, un capítulo del que participa el deterioro de la vida institucional. Por ejemplo, el Tribunal Constitucional ha declarado que los dos estados de alarma infringieron la Constitución. Esto es –y no digo debería ser– muy grave. Puedo discrepar del Tribunal Constitucional en cuanto a la corrección del primero: basta recordar las circunstancias en las que vivíamos y lo inadecuado que habría sido declarar el de excepción; sí comparto, en cambio, la inconstitucionalidad del segundo, por su duración y porque supuso el cierre de las Cortes Generales, la ausencia de control parlamentario o, dicho de otra manera, la suspensión de una de sus funciones básicas: el control político del Gobierno.

Con el tiempo veremos cuáles son las consecuencias jurídicas de esa inconstitucionalidad; baste pensar que con la cobertura de los dos estados de alarma se dictaron numerosas normas estatales y autonómicas, lo que ha dado lugar a un «Derecho de pandemias». El Derecho ha hablado y no parece que se hayan exigido responsabilidades. Y no hablo de política. Digo que algo tendrían que decir el Gobierno y los que le apoyaron, algún debate debería merecer tamaña censura. Se me podrá decir que no hay interés político en ir por ese camino pues, al fin y al cabo, el Gobierno no fue solo y tan involucrados están los que votaron a favor como los que se abstuvieron. En definitiva, que desde la lógica política es ya agua pasada.

Nunca pasa nada. Pero me pregunto, si esas sentencias nacen desvitalizadas y no pasa nada, es porque la palabra del Tribunal Constitucional es inocua, no porque carezca de entidad jurídica, sino porque los partidos han logrado que sea una más en el guirigay de la vida política, una censura más que semanalmente oímos a la oposición en las sesiones de control al Gobierno. ¿Serían las cosas igual –no pasa nada– si se temiese la gravedad de gobernar o legislar al margen de la Constitución? Que yo sepa, el único político que acusó recibo de una sentencia que lo desautorizó a esos niveles fue el ministro Corcuera, promotor de la Ley de Seguridad Ciudadana, la «ley de la patada en la puerta». Fue declararse su inconstitucionalidad y dimitir. Se criticó su nombramiento porque carecía de estudios superiores, pero demostró que tenía una formación política muy superior a tanto doctor y licenciado.

Vuelvo al Tribunal Constitucional y me pregunto ¿no será que en el imaginario partidista es un actor de reparto en el escenario de la lucha política, una tercera cámara donde esa lucha sigue con otro lenguaje, otros actores y otras formas?; sin dudar de la valía profesional de sus miembros ¿habría otra percepción –«pasaría algo»– si fuesen elegidos no por razón de su confiabilidad política o ideológica sino, simple y determinantemente, por su autoridad jurídica? Pues sostengo que sí, que pasaría algo cuando una instancia revestida de autoridad y respetada por los partidos, en su sentido y razón de ser, anula medidas de gran calado político o social, y cuando el sentido del voto de sus miembros no vislumbra la opción política que les propuso.

Acaba de renovarse ese tribunal, he felicitado a los que conozco personalmente, pero no sé si tal cargo es hoy un honor para un jurista por lo que supone de reconocimiento a su prestigio, un mensaje a los ciudadanos de que los partidos quieren que la Constitución esté en buenas manos. Su lógica invita a pensar que para ellos no cuenta la excelencia jurídica –que no pocos la tienen– de los nombrados, si no que no se equivoquen al votar.