Medio Ambiente
El hombre, la mujer
Lo pasan bien en los cursos de supervivencia y va renaciendo en ellos un ser agradecido por una mermelada doméstica
El hombre vuelca un tiesto sobre una vela encendida. No olvida colocar cuatro cantos entre la maceta y el platillo que hace de palmatoria. El conjunto apenas se ilumina, pero enseguida emite un calor tierno, de estufa infantil. Con recipientes mayores y velas más grandes caldeará la habitación. Hay un tanque grande al fondo del sótano que han elegido como refugio. Aunque el agua almacenada se emponzoñase, unas gotas de lejía la harían potable de nuevo. Ha almacenado telas simples, tupidas, para filtrarla. Hacer fuego es fácil en casa, donde tiene carbón y leña, también mechero. En el campo ha aprendido a prender algodón o un nido de pájaros, enfocándolos con la lente de unas gafas, la luz reflejada en el culo de una lata y hasta un preservativo relleno con agua. Una tira de papel de aluminio, que conecte el polo negativo y el positivo de una pila, arde rápidamente también.
La mujer se presentó en la ferretería justo a tiempo de comprar el último infiernillo de gas, pero sabe que es posible que las bombonas no estén disponibles. Por eso ha aprendido a marinar, escabechar y fermentar. A salar y ahumar. A preparar conservas hirviendo al baño maría los recipientes cerrados. En los cursos se les ha explicado cómo hacer jabón con grasa y sosa, trenzar cuerdas con esparto y fibras del campo, buscar manantiales y pozos, desollar y utilizar pieles. Han recuperado usos ancestrales, que todavía sus abuelos manejaban y la industrialización y la fabricación del usar y tirar habían desterrado de la memoria. Saben cómo hallar el norte si se pierden, con las estrellas o líquenes. Conocen cómo hacer carros y que los perros tiren de ellos.
Hay quien los llama «preparacionistas», como si fuesen norteamericanos enloquecidos con la amenaza nuclear y el milenarismo, sin embargo sonríen cuando alguien habla de ellos en son de burla. No han perdido la cabeza, saben que es difícil que advenga una parusía sin suministros. Pero han vivido gotas frías y recuerdan Filomena, y miran al volcán de La Palma o las inundaciones de Alemania. Debajo de la corteza hay un mundo ígneo de ánimos mutables. En la atmósfera circulan corrientes desconcertantes. Lo pasan bien en los cursos de supervivencia y va renaciendo en ellos un ser agradecido por una mermelada doméstica, unos tomates embotados a la antigua, unos arenques de barril. Las manos acarician escamas y pieles con curiosidad, retornan destrezas ancestrales a los dedos, el ánimo se aplaca con las artesanías de la madera, el cuero, el metal. Hay una simetría entre los materiales que ceden y el alma tranquilizada. Puede que no advenga el apocalipsis, pero hay un pequeño renacer en casa con esto de la crisis.
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