Política

El ogro observador

El apego a la ingeniería social corresponde a diversas ideologías, pero se encarna esencialmente en las elites progresistas

Para que el Estado crezca y se convierta en el ogro filantrópico, la feliz expresión de Octavio Paz, tiene que poder vernos. No puede ayudarnos ni perseguirnos con eficacia si estamos fuera del alcance de sus ojos.

Nada casual es el culto a la transparencia en la política moderna, ni la demonización de lo que trasciende el campo de visión del Estado: lo que es opaco a Hacienda, la economía informal, oculta, sumergida, o, como se decía antes del apogeo de la corrección política, negra. Todos los ciudadanos deberíamos ser como los inquilinos del panóptico de Bentham, siempre a la vista del ogro observador.

Y así ha sido, a lo largo de la fascinante historia política, económica y social que relata James C. Scott en su libro que publicó Yale University Press, «Mirar como un Estado», al que describe como «la controvertida institución que es la base tanto de nuestras libertades como de nuestras servidumbres». No es una defensa del mercado libre al estilo de Hayek o Friedman, sino un análisis de la ingeniería social: «ciertos tipos de Estado, impulsados por planes utópicos y un autoritario desdén hacia los valores, deseos y objeciones de sus súbditos, constituyen ciertamente una amenaza letal para el bienestar de la humanidad; dejando de lado estas situaciones draconianas pero frecuentes, debemos ponderar juiciosamente los beneficios de determinadas intervenciones estatales frente a sus costes». Había abordado el tema en su volumen contra la agricultura moderna: «Against the grain» (https://bit.ly/3GtQUFd). El eje del libro sobre la visión del poder es cómo fue desmantelando el Estado, a menudo con buenas intenciones, todos los mecanismos que dificultaban su control de la sociedad ordenada, a la que aspiraban desde Lenin hasta Le Corbusier, desde Saint-Simon hasta Robert McNamara, desde Nyerere hasta Jean Monnet. El apego a la ingeniería social corresponde a diversas ideologías, pero se encarna esencialmente en las elites progresistas, con frecuencia revolucionarias, porque «típicamente son los progresistas los que alcanzan el poder con una crítica comprensiva de la sociedad existente y un mandato popular (al menos inicialmente) para transformarla». Sus aspiraciones utópicas no son peligrosas de por sí, sino cuando se plantean desde una casta supuestamente esclarecida «sin compromiso alguno con la democracia o los derechos civiles, y que por eso es probable que empleen el poder del Estado sin freno».