Sociedad

Asunto muy grave de nuestro tiempo

Ha desaparecido la conciencia de la verdad de la persona como algo que nos precede y que no está sometida a nuestro arbitrio, a nuestras decisiones subjetivas

Uno de los asuntos más graves y delicados de la actual situación –y de las sociedades democráticas– respecto a los derechos humanos es la desaparición de un concepto de persona que no esté sometido a las decisiones cambiantes y de poder sobre qué es la persona. Es el mismo problema con el que se enfrenta la moral y la ética hoy: ha desaparecido la conciencia de la verdad de la persona como algo que nos precede y que no está sometida a nuestro arbitrio, a nuestras decisiones subjetivas, aunque esta subjetividad sea expresión de una colectividad humana.

El tema del aborto no es una cuestión puntual, ni una simple cuestión moral de algunos sectores de la población. Se trata de una cuestión muy envolvente y abarcadora de muchos aspectos que apunta a las grandes, fundamentales e imprescindibles bases y valores que sustentan la democracia, esto es: la dignidad de cada persona, el respeto de sus derechos inviolables e inalienables, así como considerar el «bien común» como fin y criterio regulador de la vida política. El valor de la democracia se mantiene o cae con los valores que encarna y promueve. Para ser verdadera, crecer y fortalecerse como se debe, la democracia necesita de una ética y de un derecho que se fundamenta en la verdad del hombre y reclama el concepto de persona humana como sujeto trascendente de derechos fundamentales e inalienables, anterior al Estado y a su ordenamiento jurídico. La razón y los hechos mismos muestran que la idea de un mero consenso social que ignore la verdad de la persona humana es insuficiente para un orden social justo y honrado. Es evidente, por tanto, que quien niega el derecho a la vida está contra la democracia y conduce la sociedad al desastre. No habría que olvidar tampoco que una sociedad en la que la dimensión moral de las leyes no es tenida suficientemente en cuenta o la vulnera, es una sociedad desvertebrada, literalmente desorientada, fácil víctima de la manipulación, de la corrupción y del autoritarismo cultural sin darnos cuenta que nos están «colando» esa revolución. ¿Es así? Cierto. A estas alturas resulta claro que nos hallamos inmersos en lo que me permito llamar una gran «revolución cultural», gestada durante bastante tiempo antes. Los últimos papas, de una forma u otra, se han referido constantemente a ella. Desde hace unos decenios estamos asistiendo en todo el Occidente a una profunda transformación en la manera de pensar, de sentir y de actuar. Se ha producido y pretendido consolidar una verdadera «revolución» que se asienta en una manera de entender al hombre y al mundo, así como su realización y desarrollo, en la que Dios no cuenta, por tanto, al margen de Él, independiente de Él. El olvido de Dios o el relegarlo a la esfera de lo privado es, a mi juicio, el acontecimiento fundamental de estos tiempos; no hay otro que se le pueda comparar en radicalidad y en lo amplio de sus grandes consecuencias. Esto es lo que está detrás del laicismo esencial y excluyente que se pretende imponer a nuestra sociedad; no se trata de la legítima laicidad donde se afirma la autonomía del Estado y de la Iglesia o de las confesiones religiosas. Se trata de edificar la ciudad secular, construir la ciudadanía, crear una sociedad en la que Dios no cuente para ello, enraizando, por eso, en todo y en todos una visión dominante del mundo y de las cosas, del hombre y de la sociedad, sin Dios, y con un hombre que no tenga más horizonte que nuestro mundo y su historia en la cual solo cuenta la capacidad creadora y transformadora del hombre. Este laicismo que se impone es un proyecto cultural que va al fondo y conlleva en su entraña erradicar nuestras raíces cristianas más propias y nuestro patrimonio y principios morales que nos caracterizan como Occidente sustituyéndolas por un cientifismo, o por una razón práctica instrumental, o por un relativismo ético, que a corto o medio plazo se convierte, en expresión de Benedicto XVI, en la «dictadura del relativismo». El relativismo, al no reconocer nada como definitivo, está en el centro de una sociedad, carcomida por él, que ha dejado de creer en la verdad y buscarla; en su lugar, duda escépticamente de ella y de la posibilidad de acceder a ella. En este gran cambio cultural, se nos insta a asumir un horizonte de vida y de sentido en que ya nada hay en sí y por sí mismo verdadero, bueno, y justo. Se ha entrado en una mentalidad que niega la posibilidad y realidad de principios estables y universales. No hay ya «derecho» sino derechos que se crean y se «amplían» según la decisión de quienes tienen el poder para legislar. La realidad misma, que de suyo se impone a nosotros porque es antes que nosotros, y la tradición, sin la cual no somos, no deberían contar en esta nueva mentalidad. Se pierde o se hace olvidar la «memoria» de lo que somos como Occidente dentro de la gran tradición que nos constituye. En esta mentalidad, sin verdad, sin tradición, sin memoria, parece que lo que debería contar es lo que ahora decidamos o decidan por nosotros. Todo depende de la decisión, de la libertad, una libertad omnímoda porque, como alguien muy claro exponente de esta revolución ha dicho: «será la libertad la que nos hace verdaderos». Por supuesto, en todo ello, hay una concepción del hombre autónomo e independiente, único «dueño» de sí y creador, en la que Dios no cuenta, ni puede, ni debería contar, pues nos quitaría nuestra libertad, nuestro espacio vital. Quienes profesan esta mentalidad y tratan de imponerla, piensan que hay que apartar a Dios, al menos de la vida pública y de la edificación de nuestro mundo, y así tener espacio para ellos mismos. Pero, el que paga todo esto es el hombre que se quiebra en su humanidad más propia.

Para esta revolución cultural, –cambio subversivo de la realidad–, hay que intentar cancelar la tradición cristiana de Europa y de todo el Occidente, es decir: su visión de la persona, el derecho natural, una idea de bien común basada en el reconocimiento de los derechos fundamentales y en principios morales comunes y universales, apoyados en la razón,... Esta revolución cambia completamente a Europa, y al Occidente que ella ha engendrado y representa. La Europa libre, asentada en la verdad que nos hace libres y se realiza en el amor, la que, por las raíces cristianas, eleva el vuelo con las dos alas de la razón y de la fe, la que, por esas mismas raíces, ha unido razón y amor y ha apostado por el hombre; esa misma Europa, por tal revolución cultural, hay que decirlo, al reducirlo todo a la libertad, deja al hombre en la más pura soledad y en el desvalimiento más total, lo somete a la irracionalidad y a la fuerza de los más potentes, quiebra al hombre; éste pierde su grandeza y se convierte, al final, en el producto de una evolución ciega, del que se puede usar y abusar.

Antonio Cañizares Llovera es cardenal y arzobispo de Valencia.