Armas

Sin armas o sin almas

Dicen que las corporaciones no tienen alma y que el poder se la arrebata a los que desde la política toman las grandes decisiones universales.

Delia trabaja en una clínica veterinaria y siempre lleva puesta la radio cuando vuelve a casa. Intenta ir cambiando de emisora porque ya ha aprendido que si la realidad es compleja, su público relato es un mosaico riquísimo de colores diferentes, a menudo irreconciliables, y tratar de entenderla desde un solo canal, misión imposible o camino seguro a la imbecilidad. Hace tiempo que rebajó su presencia en las redes sociales, al comprobar que la mayoría de los debates no rebasaban el dedo y medio de frente y que las comunidades que los algoritmos van creando se autoalimentan de sus propios principios mientras rechazan la crítica o la disidencia con la voraz eficacia con que los macrófagos devoran a las células invasoras.

Pero esta semana podía atravesar el dial –se llamaba así la banda de luz en la que se sucedían las frecuencias ordenadas y numeradas, ahora que todo es digital y solo se pulsan botones, concedámonos mantener la palabra– en un viaje por las emisoras sin encontrar disonancia en el tono o la palabra en todas ellas, entre todas ellas. Había un poso de dolor, de verdad mortal e incomprensible en la enésima matanza en los Estados Unidos de un pistolero desequilibrado que todas las radios narran con estupor, recogiendo casi como si lo hubieran pactado, los testimonios de enérgica condena, la voz elevada de quienes exigen que se acabe esto –en un momento recorrió todo el dial el «enough is enough» de la vicepresidenta Harris–, la de una niña que reproduce cómo vio al adolescente asesino dirigirse a ella con una frase brutal, inhumana: «Is time to die», «es hora de morir», el dolor de los padres, hasta la impericia cobarde de una policía que no actuó hasta una hora después de que hubiera comenzado la ceremonia sangrienta.

Hay una suerte de consenso universal ante la infamia que afortunadamente nos recorre a casi todos como humanos y nos iguala a la hora de sentir y contar sucesos que aunque lejanos no nos son ajenos porque hablan de nosotros. De nuestra condición y nuestros miedos. Pero aprecia Delia, y se indigna, que en medio de ese relato de consenso moral no escrito, sobresale una suerte de disidencia que resulta también aleccionadora acerca de nuestra propia condición. Una disidencia del mal. Sí, decididamente, se dice Delia, del mal: un reflejo de la hipocresía del poder.

En Estados Unidos hay más de 400 millones de armas. El país tiene 300 millones de habitantes, de modo que hay más que personas en circulación. Cualquiera puede ir a una tienda y comprarlas. Hay una corporación poderosísima, la Asociación Nacional del Rifle, que mantiene en el ánimo de la ciudadanía el espíritu de violenta disposición a la defensa que nació en una sociedad de conquista a finales del siglo XVIII. Y sigue haciéndolo por razones ideológicas pero, sobre todo, industriales, económicas, de mantenimiento de un negocio que según la empresa de estudios de mercado Ibis world, alcanzará este año los 19.500 millones de dólares. Casi un dos por ciento más que el año anterior. Según sus datos, en 2020 se llegó al récord de armas vendidas: 23 millones, un 65 por ciento más que antes de la pandemia. Esa es la fuerza principal de un lobby tan poderoso en Estados Unidos que ni el presidente ni las cámaras electas son capaces de ponerle coto. Ni siquiera, escucha Delia en la radio, hay fuerza para sacar adelante una ley que impida el acceso a las armas a quienes tengan antecedentes o presenten problemas mentales.

Se rasgarán todos las vestiduras, pero la ANR seguirá untando a congresistas y senadores, y no solo republicanos, para frenar cualquier movimiento legal que acote lo más mínimo su negocio.

La cercanía de la matanza de Texas y la reunión de esta asociación, cuya cara visible siempre fue un orgulloso Charlton Heston, en el mismo estado norteamericano, ha permitido poner una frente a otra y facilitar así una mirada al problema más alejada de abstracciones: se sigue matando gente, niños incluso, mientras los partidarios de las armas se reúnen para celebrar la vida de su negocio.

Siente Delia –consciente de que es eso, un sentimiento, y no un ánimo fruto de su razón– una rabia visceral ante esa realidad aparentemente inamovible. Dicen que las corporaciones no tienen alma y que el poder se la arrebata a los que desde la política toman las grandes decisiones universales. ¿Debemos entonces resignarnos a que parte de la condición humana es también desalmarse al alcanzar el estatus de poderoso? ¿De que la insensibilidad y la hipocresía son y han sido siempre atributos fundamentales del poder? No se atreve ni a responderse.

Vuelve a concentrarse en la radio y escucha que alguien comenta que hay un político catalán que ha construido un personaje radical, pero parece escribir sus discursos con trazas de poeta, porque su palabra tiene música. ¿Quién será? De repente en otra radio alguien desgrana la historia de Almíbar, un caballo abandonado que por fin ha encontrado refugio. Eso le interesa. Eso también es la vida.