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De rey a rey

Pero, cuando creemos que ya lo hemos visto todo, va y llega Rafa

Reconozcámoslo: en el mundo moderno la mayoría de nuestros contemporáneos buscan más la fama que precian la grandeza, desean el éxito por encima del mérito; prefieren antes la aclamación que el reconocimiento. Por eso, el ejemplo de Rafael Nadal es excepcional, no solo por sus logros deportivos, sino por la actitud que muestra para alcanzarlos. Rafa, pese a su indiscutible buen juego, empezó hace quince años siendo siempre abucheado por los chauvinistas en París. Como cualquier ser humano ante un trato injusto, debió tener ganas de enviarlos a dónde les enseñaran buenas maneras, pero se contuvo. Protestó educadamente y dejó que su juego, sus capacidades y su cortesía hablaran por él. Ahora, década y media después, no hay espectador francés en Roland Garros que no lo adore como a un héroe de epopeya.

Admirar no es un don innato. La admiración y el cariño se consiguen poco a poco, por coherencia, por naturalidad, por no olvidar nunca el lugar de dónde venimos y el peso exacto del propio trabajo en el mundo, asumiendo el esfuerzo que nos cuesta. Gracias al espectáculo de Rafa Nadal, me cuesta renunciar a la esperanza de volverme cada día más juicioso, de independizarme de las circunstancias externas, de saber filtrar con cariño crítico las cabriolas que hacen las emociones y los impulsos en mi pensamiento. Además, consigue que lo sintamos muy cercano: no hay español que no hable de él llamándole Rafa, como si fuera un pariente querido.

Felipe sexto, que es también prudente y de pocas palabras, (que gusta de observar y aprender) no desperdicia nunca una posibilidad de ver en acción al rey de la tierra batida. Por algo será. De viejos, los seres humanos somos más propensos a agradecer los días de sol y la llegada de la primavera. Nos volvemos un poco más escépticos y menos imaginativos. Pero, cuando creemos que ya lo hemos visto todo, va y llega Rafa.