Populismo
¿Hasta la vista, baby?
Los populismos han conseguido instalarse en el mismísimo ADN de las democracias, cuestionándolas desde dentro, minando su credibilidad y la de sus instituciones
Si hay una despedida política que se ha colado en las antologías de últimos discursos, esa es la de Boris Johnson. Y, no solo por el tiempo que tardó en asumir que su desgaste reputacional era insoportable para Reino Unido, para su partido e, incluso, para sí mismo, sino también por el guiño «Terminator» con el que concluyó su alocución. Un alarde de superficialidad como colofón a una carrera atravesada por la demagogia y sus múltiples exhibiciones que desató una cascada de comentarios, de manera inminente, y un reguero de interpretaciones, algo más reposadas, que incidían en el fin de una era en la que el mundo, en concreto los estados más civilizados, se habían deslizado hacia la senda populista. La salida de Downing Street anticipaba, para algunos, un giro de guion. Sin embargo, transcurridos los días, y con unas sociedades tan interconectadas, aquel movimiento se antoja (casi) intrascendente frente a los tentáculos que la política de gestos y desestabilización sigue expandiendo.
Sin necesidad de recurrir al futurible de Estados Unidos y de una hipotética vuelta de Trump, las circunstancias que se desarrollan en otros países reflejan el arraigo del populismo. Al toque de atención a Macron en las legislativas y al auge de los extremismos en Francia se suma la más que peligrosa deriva italiana: el gobierno Draghi ejercía, pese a todas las dudas que podía generar su origen, como un freno para veleidades perturbadoras. Ahora tanto los partidos que contribuyeron a la caída del Ejecutivo transalpino como los que apuntan victoria en las próximas elecciones coinciden en perfil demagógico. Y esta vuelta a los derroteros que ya han marcado la última década debería llevar a la reflexión sobre qué es lo que subyace realmente tras esta insistencia. Si la Gran Recesión y sus consecuencias prolongadas en el tiempo pudieron justificar entonces el éxito de políticos que decían todo lo que se quería escuchar, fuera o no realizable, fuera o no verdad, en este momento resulta más complicado seguir defendiendo esas causas exógenas y habría que buscar el origen en otras más endógenas, plenamente arraigadas ya.
Y esa, y no otra, es la herencia de este estilo de gestión que arrasa con los modos convencionales y prima lo emotivo sobre lo racional. Los populismos han conseguido instalarse en el mismísimo ADN de las democracias, cuestionándolas desde dentro, minando su credibilidad y la de sus instituciones hasta tal punto que, pese al fracaso repetido de sus máximos representantes, siguen manteniendo la confianza de sus ciudadanos. Por eso, un «hasta la vista, baby» suena, en realidad, como un irónico «yo me voy, pero mi legado se queda».
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