Violencia de género
El (otro) drama de la violencia de género
La politización del drama de la violencia de género está derivando en otro que parecía ya superado: el que amenaza con invisibilizarla de nuevo
Málaga, Palencia y Benidorm forman el último triángulo del horror en España. Son las ciudades en las que, en apenas 24 horas, se cometieron tres crímenes machistas la semana pasada y que elevan a 31 la cifra de mujeres asesinadas por sus parejas o exparejas a lo largo de este año. Tras clasificar la estadística, escrutarla, contrastarla y compararla con periodos anteriores, llegan las inevitables conclusiones. Y, después del marcado descenso que se apreció en los años de mayor concienciación social, cuando se asumió que era un asunto que nos concernía a todos, ahora, los datos nos obligan a constatar que las oscilaciones en un sentido o en otro, con un ligero repunte o un sutil descenso, se deben, en realidad, a criterios más bien aleatorios: la violencia de género se mantiene estable en una indeseable homogeneidad.
La transversalidad de este tipo de agresiones a lo largo del tiempo, que alcanza a todas las edades, clases sociales e incluso países (siempre han sorprendido las elevadas tasas en los estados nórdicos europeos), esa persistencia, es una de sus principales características que, si bien representa su lado más perverso, también ha permitido su estudio en profundidad para intentar abordarlo del modo más correcto. Del tratamiento más primitivo (el Código Penal español, por ejemplo, contemplaba el derecho del marido a matar a la esposa adúltera hasta 1963), se pasó a la constatación de que existían unos delitos específicos contra las mujeres y en 1979 las Naciones Unidas aprobaron la Convención sobre la eliminación de todas las formas de discriminación, que derivaría en 1993 en la resolución que incluye la emblemática «Declaración sobre la eliminación de la violencia contra la mujer». Una sucesión de mejoras que se antojaba imparable hasta que la cadena evolutiva quedó atascada y se rescataron del olvido peligrosas tentaciones negacionistas.
Y, a ese rechazo a asumir unos hechos (incomprensiblemente extendido), se suma, en el otro extremo, el perfil de quienes utilizan los crímenes machistas como rehenes de sus ideas y sus enfoques particulares. Canibalizados por supuestos defensores de la igualdad, han terminado por transformarse en cuestiones casi tóxicas o incluso tabú. Los tres casos más recientes apenas han encontrado el suficiente eco social, relegados a sucesos que quedan atrapados entre el negacionismo y la ideologización extrema. Al final, la politización del drama de la violencia de género está derivando en otro que parecía ya superado: el que amenaza con invisibilizarla de nuevo.
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