Tribuna

El Gobierno ¿nacional? socialista del siglo XXI

La ley es un producto de la razón, consecuencia de un proceso público y contradictorio desarrollado por los representantes del pueblo, por lo que su bondad, razonabilidad y respeto a la constitución es irrefutable

Se habla mucho de memoria democrática, expresión de la que se ha apropiado completamente la actual izquierda de nuestro país, como si los demás se sintieran cómodos en una suerte de alzhéimer histórico. En realidad, el objetivo es claramente mantener un clima político de guerracivilismo que, desde la perspectiva de movilización de su electorado, es manifiestamente beneficiosa. Sin embargo, muchos de los que esta semana se rasgan las vestiduras por que el Tribunal Constitucional intervenga en el marco del proceso legislativo, deberían quizá repasar la historia política del constitucionalismo, para entender por qué la soberanía del poder legislativo debe tener límites (también, si han estudiado Derecho, quizá podrían echar un ojo a su manual de Derecho Constitucional).

En este sentido, hemos escuchado hasta la saciedad el argumento de que las decisiones adoptadas por la mayoría del Congreso son legítimas en tanto ostentan la voluntad popular, por consiguiente, la autonomía parlamentaria es inatacable. Un argumento muy interesante para un ciudadano del siglo diecinueve, sin embargo, completamente superado en el constitucionalismo moderno, dado que, nada más y nada menos, era la base del sistema parlamentario liberal que dio pie al nazismo, que culminó con la atroz segunda guerra mundial. De hecho, esa argumentación recuerda a la teorización de Carl Schmitt, jurista y politólogo alemán, que a principios del pasado siglo defendía a ultranza dicha premisa liberal.

La ley es un producto de la razón, consecuencia de un proceso público y contradictorio desarrollado por los representantes del pueblo, por lo que su bondad, razonabilidad y respeto a la constitución es irrefutable. Más tarde, la cosa terminó con el conflicto bélico más importante que ha vivido la humanidad, en la que murieron entre cuarenta y cincuenta millones de personas. Es por ello por lo que, en el constitucionalismo moderno, la doctrina ha entendido imprescindible la inclusión de instituciones e instrumentos jurídicos que controlen el estricto cumplimiento de la constitución por todos los órganos del Estado.

En el caso español, dicha competencia la ostenta el Tribunal Constitucional y, por supuesto, incluye velar por el estricto cumplimiento de la Constitución, también en el ámbito del proceso legislativo. De lo contrario, podría de facto vaciarse de contenido la constitución, tramitarse una ley palmariamente inconstitucional, o ¿por qué no? silenciar a un diputado por que no nos guste lo que diga; si lo dice la mayoría, pues se le expulsa del hemiciclo y asunto resuelto. Muchas voces desinformadas se han oído los últimos días en relación con el recurso de amparo planteado por el Grupo Parlamentario Popular y, lo que es peor, otras voces con pleno conocimiento han llegado denunciar la consecución de un golpe de estado. Lo cierto, es que el recurso de amparo parlamentario es un instrumento procesal para la defensa de los derechos fundamentales previsto en el ordenamiento jurídico, de hecho, su planteamiento es usual (a modo de ejemplo, según las estadísticas del TC, en el año 2020 se plantearon 25 recursos de este tipo, en el 2021 se plantearon 26 y en el 2019 fueron 28).

La ingeniosa novedad del recurso de amparo planteado esta semana es que, junto al mismo se ha solicitado una medida cautelarísima (instrumento procesal que, del mismo modo, está nítidamente regulado en la Ley) con la finalidad de que se restablezca el orden constitucional en la tramitación parlamentaria de la proposición de ley, dado que la Mesa de la Comisión había incumplido objetivamente lo previsto en el Reglamento del Congreso, en dos planos: primero, permitiendo la incorporación de enmiendas desconectadas completamente del objeto de la tramitación legislativa (recordemos que la misma versaba sobre la inefable reforma del código penal para contentar al independentismo y, en el último momento, con nocturnidad y alevosía se incluye la reforma del régimen de nombramiento de los magistrados del Tribunal Constitucional); y, por otro lado, dejando de resolver, dado que en una demostración del más rancio caciquismo, el presidente de la Comisión decidió no decidir sobre las rectificaciones solicitadas y, así, evitar adrede generar un acto recurrible. Por consiguiente, un manifiesto fraude constitucional ante el que nuestro Tribunal Constitucional no puede permanecer de imposible.

Entonces, ¿Qué es lo que molesta tanto al Gobierno? Pues, sencillo, hay un defecto claro en la tramitación de la proposición de ley y la jurisprudencia es clara, por tanto, el temor se circunscribe a que la oposición lleva razón y es muy posible que se dicte una resolución que, sin entrar a valorar la constitucionalidad del fondo del asunto, sin embargo, aprecie que no se puede cercenar los derechos fundamentales de la minoría en el proceso legislativo, dado que esa es la esencia del Estado de Derecho, evitar que las mayorías aplasten a las minorías, a través de unas garantías y derechos que se consagran en la Constitución. En definitiva, Independientemente de lo que el lunes se decida, afortunadamente, en nuestro Estado de Derecho el Parlamento seguirá sometido a la Constitución y a la revisión por el Tribunal Constitucional de sus actos, circunstancia que nos aleja de un modelo, como el que imperaba en el constitucionalismo liberal de principios del siglo pasado, aunque algunos actores políticos, con poca “memoria democrática”, al parecer, lo añoran.