España vaciada

Nieve en Navidad

La nieve cubre piadosamente el pueblo deshabitado, el silencio se vuelve sepulcral y la nevada se vuelve una mortaja blanca

En las Tierras Altas, la nevada y la Navidad eran primas hermanas, inseparables. Casi sonaban lo mismo. Las cencelladas y el calamoco precedían en estas fechas a los villancicos pastoriles y a la primera nieve. Eso ocurría antes del calentamiento global; ahora, vaya usted a saber. Había señales de sobra, y la gente lo sabía. Cuando bajaba del monte el «resfrior» característico, los perros, que estaban siempre sueltos, jugaban, alegres, al marro en la plaza, y las urracas, que eran las primeras que barruntaban el temporal, buscaban cobijo en los corrales de los cortinales. Un turbante oscuro y cárdeno cubría la sierra de la Alcarama. Cuando esto ocurría, lo mejor era meter, sin pérdida de tiempo, la hornija a cobijo.

A la nieve se la recibía en el pueblo con naturalidad y hasta con cortesía, como a una vieja dama conocida. Un silencio especial, distinto de todos los silencios, envolvía el caserío. Un silencio telúrico, metafísico, químicamente puro. El blanco manto cubría los tejados y las calles se asentaba en el alféizar de las ventanas, envolvía los bardales, dominaba los campos, embozaba los ribazos con las aulagas, los majuelos y los escaramujos, transfiguraba el monte y borraba los caminos. El humo de las chimeneas se perdía entre las nubes bajas. Las ovejas recién paridas, con los zarzos de la majada abastecidos de olorosos gabejones de heno y esparceta, balaban con balido largo y dulce llamando a sus caloyos. Con los primeros copos, que llamábamos «moscas blancas», una alegría salvaje se apoderaba de todos nosotros y, con lo bueno del día, salíamos a recorrer el monte nevado siguiendo las huellas de las liebres y los inquietos conejos, que distinguíamos bien.

Aquel idealizado paisaje de la infancia pierde sentido si nadie lo contempla, si no hay niños en la plaza jugando con la nieve a bolazo limpio ni está encendida la vieja estufa de hierro de la escuela. Si no se ve ninguna mujer enlutada, envuelta en su mantón, que baja de la fuente por la calle, con mucho cuidado, con el cántaro apoyado en la cintura; si no aparece en la nieve una pisada humana ni la huella de un pájaro, de un gato o de un perro callejero; si no suena una campana ni se oye el balido tibio de una oveja recién parida, si no sale humo de ninguna chimenea… Cuando esto ocurre y nadie celebra allí la Navidad, el escenario se transforma y adquiere otro sentido. La nieve cubre entonces piadosamente el pueblo deshabitado, el silencio se vuelve sepulcral y la nevada se vuelve una mortaja blanca.