Aquí estamos de paso

Camela

Me ha salido pesimista la columna. Qué le voy a hacer. Ni engaño ni me engaño

Pone la tele en su altar a Camela, que pasaron del casete al CD y ahora reinan en las plataformas de canciones porque son el espíritu jaranero y burlón de la España imperecedera, y uno pensaría que si no fuera por el especial de Nochebuena de la pública y las risas de los niños y su rasgar de papel regalo de esta semana, todo esto de las navidades, las felicitaciones y los deseos de paz y prosperidad no es más que una broma pesada, un sarcasmo de basto filo. Escucho en la Navidad de la radio a un niño de Afganistán -doce años, sin sueños, la madurez forzada de la desgracia- lamentarse de que la vida no tiene sentido, no merece la pena. Más cerca, Gaza, al otro lado de nuestro mar común, aquel vinoso ponto de los griegos, el Mediterráneo de Serrat, es una tierra quemada en la que, sigue diciendo la radio, todo el mundo está pasando hambre o a punto de hacerlo. Los que quedan vivos, claro. En el portal de Belén, que está en la Cisjordania ocupada, ya no hay estrellas, ni sol ni luna, ni las tres culturas que aparenta simbolizar el villancico: el silencio obligado de la guerra y la ruina de quienes viven del turismo religioso hoy inexistente, callado, prohibido, es el único dibujo de esta navidad de mentira.

Todo es extraño, como impostado. Hay luces en las ciudades, las calles comerciales están llenas, se escuchan villancicos en los altavoces callejeros o en los comercios, pero uno tiene la sensación de que esta Navidad alguien se está burlando de nosotros. Quizá solo sea un arrebato pesimista o la autoflagelación de una mirada demasiado sensible a lo que nos rodea, pero me resulta muy difícil festejar lo personal en este tiempo. Ni siquiera atendiendo a un espíritu religioso que se olvidase de su compromiso de solidaridad universal. Claro que hay que celebrar la vida, con más energía aún cuando la atmósfera se presta a ello y uno tiene cerca a las personas que quiere. Pero hay tanto y tan doloroso si uno se toma la molestia de asomarse al exterior, al más cercano incluso, que es tarea altamente complicada.

Hasta el Rey en su discurso institucional tiene que llenar el aire de la Nochebuena y las pantallas de las teles abiertas en nuestras casas de una defensa de la Constitución que sería una obviedad innecesaria de no estar este país sumido en el desconcierto de un tiempo incomprensible.

Se lamentan algunos de que los que dieron el golpe acusen al Monarca del golpista o de que los nacionalistas tuerzan el gesto ante el discurso. Pero eso es lo previsible, diría que hasta lo que encaja en la lógica de las cosas.

Lo que no lo hace, lo que chirría como el resto de la realidad que nos asalta y que el celofán navideño es incapaz de edulcorar, es que por primera vez sea el discurso del Rey en Navidad un texto monográfico que pone en valor una Constitución y su armazón de concordia. Evidentemente, porque están en peligro.

No hay estrella que brille en un Belén en guerra, ni paz en un mundo cada vez más descomprometido y egoísta, ni aliento en una política mediocre a la que el Jefe del Estado tiene que recordar lo evidente.

Me ha salido pesimista la columna. Qué le voy a hacer. Ni engaño ni me engaño. Fuera del encuentro y el tiempo con mi gente sólo me queda Camela para celebrar esta Navidad tan de cartón piedra.