El buen salvaje

Los chistes de mariquitas de Arévalo

Hay un ente superior (ellos) que son los que dictaminan cuándo hay que desencajar la mandíbula como los regidores de televisión

El humor y el horror están unidos por apenas dos letras, tanto lenguaje parecido no es casualidad, las palabras nacen después de un parto largo en el que la sintaxis hace de comadrona y luego vienen las vecinas, como en una de las malas de Almodóvar, a elaborar sintagmas y la oportuna caligrafía. En «El humor judío, una historia seria» (un título muy mejorable), escrito por Jeremy Dauber y editado por Acantilado, se explica por qué uno ríe para sobrevivir. Muy recomendable ahora que parece que hay una guerra por Israel. «Prefiero la ciencia a la religión. Si me dan a escoger entre Dios y el aire acondicionado, me quedo con el aire»: es una de las tantas citas con retranca incorrecta de Woody Allen por el que la intelectualidad (antes de que las neofeministas lo cancelaran) rezaba como él al aparato refrigerador.

Henos aquí con que ya el humor tiene sus límites, líneas rojas y pastillas azules, un priapismo energúmeno que no deja reírse de lo que hace gracia porque hay un ente superior (ellos) que son los que dictaminan cuándo hay que desencajar la mandíbula como los regidores de televisión en el momento en el que avisa al público de que hay que aplaudir. Los cojones.

Hace unos días murió un humorista de otro tiempo. Es verdad que ya no hacía mucha gracia. Se hizo famoso por contar chistes de mariquitas y de gangosos. Un chiste de mariquitas cuando la calle está llena de mariquitas normalizadas pues no tiene la misma comicidad. Pero Arévalo no era «facha», como sentenciaron algunos, porque contara chistes de mariquitas. En la época en que se hizo famoso esos chascarrillos eran simpáticos.

En la Feria de abril, en la frontera que separaba las casetas bien de la calle del infierno, la Esmeralda de Sevilla también contaba chistes de mariquitas. Allí coincidían personajes tan dispares como Nazario y Paco Gandía. También yo. Era uno de esos lugares canallas en los que más te valía llevar una navaja en la liga o enseñar un tatuaje a lo bruto, no a lo fino como en el anuncio de Gaultier. Cuando la Esmeralda murió, los periódicos dijeron que era un ser libre en tiempos de ordeno y mando y que merecía tener una calle en Sevilla. Y Arévalo, que contaba chistes de mariquitas más blancos, se quedó con la impronta de un casposo que se lio con una tía buena. Y es que, igual se me va la cabeza, está muy bien ser hombre y vestirte de mujer, pero no ser blanco y pintarte la cara de negro para hacer de rey Baltasar. No sé si me explico.