Joaquín Marco

Aguas subterráneas

España vive momentos especialmente críticos desde diversos puntos de vista. Algunos de ellos afectan a su propia estructura, otros inciden de manera decisiva en su naturaleza. No es casual que el Gobierno se haya visto obligado a dedicar parte de sus energías a publicitar España, como si ésta fuera una marca comercial. Sin embargo, existen fórmulas eficaces para evitar el deterioro de una imagen. Los mismos españoles, históricamente críticos sobre ellos mismos, caen abatidos por la avalancha de problemas que se les acumulan. Medios de comunicación tradicionales y los dimes y diretes que circulan con más o menos acierto por las vías de internet se hacen eco de todo ello. El soberanismo catalán ocupa, por su indudable importancia, el primer lugar. Pero hay un largo rosario de cuestiones que hasta se solapan en el tiempo y que apenas dan tiempo para un respiro a cuantos siguen interesados por la cosa pública. Cuando no se habla de Podemos se trata de demostrar cuán necesaria es una reforma constitucional, cuestión que no es ni mucho menos baladí, puesto que afecta a la esencia misma de la gobernación y a la naturaleza del país. Tampoco faltan nuevos escenarios, como el de la dimisión del ministro de Justicia. Hay múltiples problemas que pueden entenderse como esenciales. Otros, como la aplicación de reformas y recortes en Educación, parecen quedar en segundo término, aunque constituyan una seria preocupación para los jóvenes y sus familias. Pese a todo, tales y tantas cuestiones revelan la parte visible de un momento histórico difícil. Lo sería para cualquier Gobierno, aunque las soluciones podrían variar. Y ello sin que tuviéramos que empezar de cero o menos cero como propone Podemos al reducir los partidos políticos tradicionales a una «casta». De momento la imaginación de los demócratas no ha logrado, pese a planteárseles la duda, instrumento más eficaz para vehicular las ideas políticas que los partidos. Y Podemos anda también en ello, mal que le pese.

Sin embargo, aunque la enumeración de los problemas es extensa y ardua, descansa sobre una esperanza, repetida por el presidente del Gobierno, la de la recuperación económica (que no social). Rajoy se ha reafirmado en que ya no advertimos tan sólo «brotes verdes» en tal recuperación, sino que nos encontramos asentados sobre sólidas raíces. Y, en efecto, aunque el crecimiento de nuestro PIB no es todavía para tirar cohetes, se sitúa en el segundo trimestre en un 0,6%, equivalente al del rescatado Portugal e inferior al de Hungría y al de Reino Unido (nuevamente unido) que alcanza un 0,8%. EE UU, que evitó la recesión aplicando otras fórmulas menos dolorosas, logra un 1%. Sin embargo, el propio Gobierno advierte ya de una cierta ralentización en el tercer trimestre. Las aguas subterráneas, es decir, la economía, impiden una construcción sólida. Nuestra recuperación ha seguido los dictados de la Sra. Merkel y de Alemania y está íntimamente ligada a la de los países de la zona euro. En estos momentos corren rumores en las esferas económicas de que planea sobre ella el fantasma de una tercera recesión. Mario Draghi bajó los tipos de interés del Banco Central a un simbólico 0,05%. Francia, con un gobierno socialista desacreditado, no alcanzó ningún tipo de crecimiento en este segundo trimestre y anda empeñada en un plan de recortes que ha de favorecer el descontento social, ya manifiesto. Italia se halla en un negativo 0,2% y, junto a Francia, pretenden lograr que Alemania modifique sus políticas. Tampoco ella alcanzó tasas positivas, porque se situó al mismo nivel de Italia. La economía europea, por consiguiente, no crece. De ahí que algunos de nuestros dirigentes políticos hayan sacado pecho y entiendan que el éxito del Gobierno, por comparación, cabe situarlo en el ámbito económico. Pero nuestras cifras apenas si modifican la catastrófica situación social, con niveles de paro insostenibles y una cada vez mayor diferencia entre las clases sociales. Convertida la clase media en chivo expiatorio de la crisis, se tiende a un menor reparto de la riqueza nacional y éste no es un fenómeno únicamente español. Europa puede llegar a perder sus señas de identidad: una sociedad de bienestar. Ello explicaría el nacimiento de movimientos populistas y la extensión de los nacionalismos.

Luis de Guindos, en la reunión que se celebró en Cairns (Australia), preparatoria de la reunión del G-20 en Brisbane en el mes de noviembre, declaró respecto a nuestra economía: «Lo que pasa en Europa nos afecta, tiene un impacto no tanto a través de las transacciones comerciales, que sí lo tiene, sino a través de las expectativas», y remató su observación: «Gran parte del mantenimiento de la recuperación en España se juega en Europa». Pero Alemania, que sigue siendo el motor de esta nave, no parece dispuesta a modificar sus posiciones. Para ello debería tomar conciencia de una solidaridad que está lejos de manifestar; antes, al contrario, tiende a encerrarse en sí misma y hacer oídos sordos a Francia e Italia, que son los más interesados, entre los grandes, en favorecer un clima de desarrollo y crecimiento, junto a otros países del sur. El Gobierno español pretendía revisar al alza el crecimiento de nuestra economía en este año, del 1,2% previsto al 1,5%, y del 1,8% en el próximo hasta el 2%. Pero ello sólo será posible si mejora el entorno en el que se mueve la economía española. Jack Lew, secretario del Tesoro de EE UU, apunta que «la UE necesita resolver sus problemas y resolver sus diferencias internas», aludiendo a una Alemania que no apoya los planes públicos de inversión. El escepticismo sobre la salida de la crisis y la falta de decisiones políticas en Europa (el verdadero terreno de juego) constituyen el agua subterránea que impide mantener sólidamente un edificio que ha de incrementar su volumen. Éste es el problema de fondo sobre el que flotan otros muchos. La crisis económica no acaba de abandonarnos, pese a ciertas notas de color. La recuperación global tampoco acompaña. Los países emergentes también atraviesan por circunstancias difíciles. El resultado es la incertidumbre, el peor pecado del mundo económico. Y, de ahí, todo lo demás.