Lucas Haurie
Aguas van y aguas vienen
Contaba Stendhal la historia del rey de una recóndita tribu a quien lo poseyó un ataque de risa al descubrírsele que el hielo era agua sólida, agua dura, y que ése, en una mano diestra y con la ayuda de un objeto cortante, podía partirse en pedazos, cortarse en barras o esculpirse en cubitos. El monarca rió, se desternilló a pecho suelto y, allí mismo, frente a sus súbditos, murió partido literalmente de la risa. El agua, el líquido elemental, está también siendo objeto de risas en estos días por un doble motivo. De un lado está el agua fluvial, el del Guadalquivir. El río pretendía ser dragado en el penúltimo tramo de su cauce con la idea de incrementar el volumen de mercancía en el puerto sevillano. La Secretaria de Estado del ramo ha dicho que nones en el Senado, para escozor de los colectivos e instituciones promotoras y para regocijo de naturalistas, conservacionistas y arroceros, cuya carcajada de alivio se oye incluso en la isla de San Borondón. Aguas van, aguas han ido; para muchos se entiende que aguas mayores y pestilentes. Otras aguas, de menor enjundia, son las que están acaparando la atención del legislador andaluz. El Parlamento regional pretende regular la dispensación de agua en los bares y restaurantes: que le sea dada a quien la pida, vaya; un hábito nada infrecuente desde tiempo inmemorial en estos lares, desde el antañón búcaro de barro a las jarras y vasos de metacrilato de hogaño. Cuando lo consuetudinario se normativiza con el rango de ley resulta pertinente preguntarse el porqué. La súbita vindicación del agua para todos, por norma, suena a propaganda de baja estofa, al entretenimiento vespertino del diputado, no sea que, de tanto esperar a los tártaros, muertos de risa, el desierto se haga infinito. Sed de protagonismo.
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