Ángela Vallvey

Apedrear

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Contaba Wenceslao Fernández-Flórez que en 1939 un cometa de trastornos, derrumbamientos e inquietudes chocó contra la humanidad: la guerra. Antes de que estallara, la gente estaba descontenta y los políticos se sucedían «a la manera y con las mismas intenciones que los comensales en los restaurantes, los nacionalismos encubrían negocios y la virtud había perdido sus esencias...» El autor creía que había llegado el tiempo «de aplicar grandes reformas a la humanidad, en lo político, en lo económico, en lo social, en lo moral, en lo sentimental...» Sin embargo, fue la II Guerra Mundial la única solución que aportaron las naciones a un dilema que no supieron solventar. Igual que los conflictos internacionales se «arreglaban» en Europa destrozándolo todo, ocurría con los comportamientos individuales o grupales en España, ausente en la gran guerra pero que continuaba, y quizás continúa, luchando en la suya propia. Uno de los personajes de Fernández-Flórez confesaba: «En mi pueblo, nuestra principal diversión era ir a sorprender a los amantes que se ocultaban al anochecer en unos desmontes del arrabal. Cuando estaban entregados a sus caricias, los apedreábamos. ¡Era morirse de risa!».

El lenguaje marca el paso del tiempo casi mejor que el reloj porque nos cuenta lo viejos que somos cuando una expresión cae en desuso. Y parece que «los apedreábamos» es algo que poca gente dice en España en nuestros días. La violencia, en los tiempos de las grandes guerras, se expresaba en Europa, como en España, de manera evidente: desde las cancillerías y sus tambores de batalla al bruto que se moría de risa en su pueblo cuando apedreaba a una parejita en pleno arrumaco. Pero el apedreamiento se sigue practicando hoy día, lo que ocurre es que nosotros, muy políticamente correctos, le damos otros nombres, o bien nos negamos a nombrarlo.